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Debemos continuar.

David Grossman

Esta semana ha sido desoladora para todo aquel que esperase que israelíes y palestinos acabaran entendiéndose, pues había la conciencia de que si no lograban vivir juntos, ninguno de ellos viviría. Las muestras de alegría de los extremistas de ambos pueblos reflejan mejor que nada esa terrible distorsión a la que ya nos hemos acostumbrado: tanto en el lado palestino como en el israelí, hay muchos a los que la posibilidad de una guerra alegra más que la posibilidad de vivir en paz.Pero hoy, como ocurre cada vez que hay una crisis entre ambos pueblos o después de un atentado terrorista, los que apoyan la paz se reponen del duro golpe, miran a derecha e izquierda, porque saben que deben continuar por este camino, pues no hay alternativa. Hoy, los moderados de ambos lados deben estar atentos precisamente a las señales alentadoras que vienen de sus dos líderes: los dos hablan de su deseo de evitar el enfrentamiento, de su obligación de seguir negociando y de su confianza en que el acuerdo de paz está más cerca que nunca.

Ehud Barak fue a la cumbre armado, como es normal en él, de un verdadero coraje y una gran voluntad de resolver el conflicto de una vez para siempre; probablemente, de entrada era difícil cumplir un programa tan osado pero, por otro lado, tras cien años de conflicto, uno ya sabe cuáles son los problemas y los obstáculos; así que, ¿por qué no entusiasmarse por la paz con la misma intensidad y vehemencia con la que se entra en el campo de batalla?

La diferencia esencial que se ha visto en estas conversaciones -y el motivo para ser optimistas- es que por primera vez ambos pueblos han logrado tocar la auténtica fibra sensible de este conflicto: la cuestión de los refugiados, su derecho al retorno, el problema de los asentamientos de colonos y, cómo no, Jerusalén. La reacción era predecible: en un abrir y cerrrar de ojos, el cuerpo se retuerce y se tensa, se contraen los músculos nacionalistas de ambos pueblos y empieza a fluir la adrenalina de los religiosos.

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Son muchos los israelíes y palestinos que enseguida se armaron para defenderse de la "amenaza" de la paz. Los líderes religiosos de ambos lados proclamron que no se debía hacer ninguna concesión territorial, por ser la herencia de los antepasados. Los palestinos fueron más allá al decir que el líder que cediera territorios - sobre todo si era en Jerusalén- sería considerado un traidor y su condena sería una bala en la cabeza. Tanto en la Autoridad Palestina como en Israel el ejército y la policía estaban en estado de alerta y sus mandos lanzaban proclamas desafiantes, mientras Barak se quedaba casi sin ministros, sin aquellos que se oponían a su extraño entusiasmo por alcanzar la paz, y los ministros de Arafat competían por quién hacía más advertencias del peligro de hacer concesiones.

¿Cuál ha sido el resultado? Los dos pueblos han demostrado una vez más que aún no son capaces de vivir juntos, pero que tampoco pueden separarse. No han tenido la fuerza necesaria para dar el último y definitivo paso, ese que hubiera producido un verdadero cambio en la región. No ha podido ser a pesar del esfuerzo de EE UU por conciliar posturas; al final, unos y otros han caído en la misma trampa, víctimas de una ideología cobarde y fanática fruto de cien años de odio. Los mapas que trataban de trazar las nuevas fronteras, tan sinuosas, nos hacían ver la increíble complejidad de la situación; esos mapas parecían un acuerdo de divorcio por el que el hombre y la mujer deben vivir en la misma casa toda su vida, y a veces incluso dormir en la misma habitación.

Aún no sabemos lo que realmente pasó en las negociaciones: quién cedió y quién se negó a ceder. Tenemos el testimonio excepcional de Clinton, según el cual Barak fue más flexible y osado, pero no hay duda de que los palestinos dirán lo contrario. A pesar de todas las reservas que en algunos aspectos despierta Barak en la izquierda israelí, hay que decir que no ha habido antes que él ningún dirigente israelí tan decidido a llegar a un acuerdo de paz y que se haya planteado hacer las concesiones que él estaba dispuesto a hacer en favor de la paz. No obstante, ¿anduvo Barak todo el camino? ¿Hizo todo lo que estaba en su mano? Y por otro lado, si se hubiese atrevido a llegar hasta el final -por ejemplo, entregar a los palestinos zonas significativas de Jerusalén este-, ¿se hubiera aceptado en Israel ese acuerdo a través de un referéndum? ¿Es la sociedad israelí lo suficientemente madura para dar ese paso que quizá, en el fondo de su corazón, sí hubiera dado su primer ministro? Y una pregunta más, que inquieta a todos lo que queríamos que la cumbre hubiese dado sus frutos: ¿contaba Barak en Camp David con un verdadero interlocutor para llegar a dar un paso como ése? Es evidente que no se puede comparar el grado de concesiones de uno y de otro, ya que Israel jugaba con más cartas; pero, sin embargo, uno no puede evitar hoy pensar que, de los dos líderes, Arafat ha sido el menos osado, el más testarudo, y que, como otras veces, se ha equivocado al valorar la situación. Si Arafat se hubiese mostrado más flexible en la cuestión de Jerusalén, tal vez habría logrado que Barak fuera aún más lejos y, en definitiva, salir de la trampa psicológica en la que se encuentra actualmente el proceso de paz. Si Arafat no hubiera sufrido tanta presión por parte de los fundamentalistas y de los líderes de los países árabes, quizá habría evitado el fortalecimiento de la derecha y de los extremistas israelíes, y con ello la posibilidad de que Netanyahu vuelva a la política, algo que haría casi imposible un acuerdo de paz en el futuro.

¿Hace falta, quizá, un coraje sobrehumano -del que Barak y Arafat carecen- para atreverse a tocar la piedra sagrada de Jerusalén? No sé si todo aquél que observa desde fuera este conflicto es capaz de hacerse una idea de los fuertes sentimientos que la ciudad vieja de Jerusalén despierta en el corazón de sus habitantes. Estamos hablando de un territorio de menos de un kilómetro cuadrado que soporta tanta historia, tantos mitos, recuerdos, guerras, culturas, además del peso de las tres grandes religiones, que se ha convertido en una especie de agujero negro capaz de absorber toda la realidad circundante. Aun así, Ehud Barak ha sido el primer dirigente israelí que ha estado dispuesto a tratar la espinosa cuestión de Jerusalén. Barak dio el paso, y Arafat no quiso -o no pudo- hacer lo mismo. Barak aguantó las fuertes presiones que le venían de parte de Israel y analizó las posturas ancladas en la historia para buscar una solución. Pero Arafat se negó tajantemente a negociar sobre esta cuestión y, en ese sentido, es más responsable del fracaso de la cumbre.

Desde que se puso sobre la mesa de negociaciones el tema de Jerusalén, muchos israelíes se atrevieron a "salir del armario" y reconocieron que el argumento israelí de la unidad de Jerusalén no es más que un eslogan vacío de significado. Jerusalén nunca estuvo unificada, viven en ella dos pueblos distintos enemigos entre sí, con instituciones y sociedades diferentes. De repente, en la última semana, muchos israelíes descubrieron la enorme diferencia entre el verdadero centro histórico y religioso de Jerusalén, ese lugar con el que soñaron nuestros antepasados durante dos mil años de diáspora, y lo que es propiamente el municipio de Jerusalén, al que, por motivos políticos, se anexionaron veintiséis aldeas palestinas, y empezaron a jurar por su nombre y a darle, a posteriori, una "licencia" de santidad como si fuese la bíblica Sión.

Esta semana he visitado, en compañía del ministro de Justicia, Yosi Beilin, algunas de esas aldeas para ver si despertaban en mí algún tipo de sensación religiosa o algún "estremecimiento" nacionalista o histórico que confirmase mi vínculo con esos lugares. ¿Acaso mi abuelo en Varsovia, cuando rezaba, cerraba los ojos y se ponía mirando hacia una aldea palestina llamada Wallaya? ¿Algún poema de Yehudá ha-Levi habla del campo de refugiados de Kaludia? No sentí nada especial y confirmé algo que ya sabía desde hacía tiempo: las fronteras de la identidad judeo-israelí no se corresponden con las fronteras artificiales del municipio de Jerusalén. Se trata de saber si, como reclama la derecha, los israelíes han de hacer depender su destino de una lucha sin sentido en favor de esta ciudad artificial de Jerusalén, o si han de velar primero por sus verdaderos intereses personales y religiosos y por una mayor seguridad.

Esta mañana, tras la desesperación vivida esta semana, creo más que nunca que el proceso de paz debe continuar, pues, si se detiene sólo por un momento, crecerán la decepción y el extremismo. Hay que seguir por este camino lleno de adversidades que nos obliga a preguntarnos por nuestra identidad, nuestra fe, nuestra valentía o nuestra cobardía. También espero que ambos lados sean más flexibles a la hora de tratar el tema de Jerusalén y ojalá que no haya más derramamiento de sangre. Tal vez, tanto palestinos como israelíes entiendan que no sólo Jerusalén es sagrada, que la vida de los que viven en ella no lo es menos.

David Grossman es escritor israelí.

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