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Ganar, pero sabiendo quiénes JOAN B. CULLA I CLARÀ

Cuando, a mediados del pasado mes de junio, el Partit dels Socialistes de Catalunya clausuró su 9º congreso a los acordes de lo previamente decidido, consensuado y pactado en el seno de la cúpula, bien pocos de los participantes en el comicio de Pedralbes imaginaban que el cercano congreso del PSOE tendría el alcance y los resultados que finalmente ha tenido. Imperaba más bien -a tenor de los augurios que pude escuchar- la idea de que, a la postre, los candidatos a la sucesión de Joaquín Almunia serían sólo dos, José Bono el ortodoxo y Rosa Díez la outsider, y que el primero se impondría con rotundidad, pongamos por 70 a 30, sobre la audaz y filiforme eurodiputada vasca. Tal pronóstico se daba, incluso, entre quienes admitían la absoluta vacuidad del discurso con que, en la sesión inaugural, Pepe Bono había tratado de halagar a los delegados socialistas catalanes a base de tópicos cervantinos y azañistas. En cuanto a Rodríguez Zapatero, su nombre no parecía figurar en ninguna quiniela solvente ni, claro está, nadie le invitó a hablar ante el congreso.Sin embargo, la carrera por la secretaría general del PSOE evolucionó a gran velocidad a lo largo de las semanaas siguientes. Y, ante la incertidumbre creada por la aparición de hasta cuatro aspirantes y la fuerza creciente del grupo Nueva Vía, la cúpula del PSC erigió en férrea consigna aquella memorable frase que la tradición atribuye a don Pío Cabanillas Gallas, a la sazón muñidor electoral del presidente Adolfo Suárez, poco antes de los comicios del 15-J de 1977: "Ganaremos, pero todavía no sabemos quiénes". Resuelta a salir del 35º congreso alineada entre los vencedores, pero ignorando cuáles serían éstos, la dirección del socialismo catalán se aplicó con eficacia a evitar cualquier compromiso colectivo que pudiese constituir un handicap para el futuro. Hubo, sí, unas apuestas testimoniales en las casillas de Rosa Díez y de Matilde Fernández; el grueso del partido, no obstante, mantuvo la neutralidad formal entre los dos nombres que se iban perfilando como los finalistas del proceso electivo, los de Bono y Rodríguez Zapatero.

Si, desde un punto de vista táctico y en clave de socialismo español, tal actitud era comprensible y ha resultado, al fin, de lo más rentable, en el orden estratégico y desde una perspectiva catalana la equidistancia del PSC ha sido más problemática y chirriante, porque sugería una posición defensiva, conservadora, seguidista, y porque cabía entenderla como indiferencia entre el discurso federalizante y pluriidentitario del diputado leonés y el énfasis unitario y nacional-español del presidente manchego. En realidad, no hubo tal indiferencia: apenas pudieron conocer sus tesis, la gran mayoría de los cuadros socialistas catalanes se inclinaron espontáneamente por José Luis Rodríguez Zapatero, y el mismo Pasqual Maragall -a una semana del congreso, en los cursos de verano de El Escorial- no quiso disimular su empatía con aquél. Al día siguiente, el primer secretario José Montilla le corregía con la prudencia del apparatchnik: Maragall había sido "mal interpretado", y el PSC se ratificaba en la más estricta neutralidad... Por fortuna, la fuerza de las cosas acabó por imponerse sobre las cautelas de la política profesional, y el acento mesetario y presuntuoso de José Bono ante el congreso obligó a una grandísima parte de los 74 delegados catalanes a hacer lo que deseaban hacer, lo que les apetecía: votar a Zapatero.

Como quiera que sea, bien está lo que bien acaba y, aunque por procedimientos algo tortuosos, el socialismo español ha resuelto su trascendental cónclave de modo harto satisfactorio. A mí, por lo menos, me satisface que los hechos hayan desautorizado las previsiones agoreras de toda esa caterva de columnistas sabihondos y resentidos que sostienen las páginas de El Mundo, ABC, La Razón, etcétera. Y he celebrado asistir a la jubilación democrática -es-peremos que defi-nitiva- de personajes tan nefastos para el PSOE como ese maquiavelo de vía estrecha llamado Ciprià Ciscar, y al severo correctivo que sus propios correligionarios han propinado a la demagogia de un Rodríguez Ibarra.

En otro orden de cosas, creo que el PSC como partido nacional catalán ha salido del envite mejor parado de lo que cabía esperar. Después de que, durante meses, se les culpabilizara de la derrota por sus singularidades programáticas y hasta se les comminase a convertirse en una mera federación del PSOE, los socialistas de Cataluña han asistido y contribuido al triunfo de un planteamiento menos rancio, de una concepción más policéntrica y plurinacional de España, y ello no sólo a juzgar por las primeras manifestaciones del nuevo secretario general, sino sobre todo por la presencia en la Ejecutiva entrante de figuras como Francesc Antich, Marcelino Iglesias o los gallegos José Blanco y Emilio Pérez Touriño.

De ahora en adelante, a Maragall y al PSC debería preocuparles sobre todo que su relación con el PSOE no se parezca a la que éste mantiene desde hace un cuarto de siglo con la causa saharaui: mientras está en la oposición, mimos al Polisario y visitas a Tinduf; y pleitesías a Rabat apenas alcanza el poder. ¿Hace falta aclarar que nuestro Polisario se llama federalismo y plurinacionalidad, y que el Rabat al que me refiero es la lógica estatalista y jacobina?

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