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Alomar, entre ensaimadas MARGARIDA CASACUBERTA

En las librerías brilla por su ausencia. Sólo en el escaparate del Espai Mallorca, en la calle del Carme de Barcelona, asoma entre una mezcolanza de productos artesanales y de sabrosas ensaimadas mallorquinas el segundo volumen -el primero en aparecer- de la obra completa de Gabriel Alomar, sin duda uno de los intelectuales más relevantes de la cultura catalana de comienzos del siglo XX.Y digo catalana, y no mallorquina, porque Gabriel Alomar formó parte de aquel grupo de intelectuales y artistas mallorquines que compartió la ilusión del proyecto modernista y participó activamente en el proceso de definición del moderno catalanismo político. Joan Alcover, Miquel dels Sants Oliver, Joan Torrendell, Antoni Noguera, Antoni Gelabert, Miquel Costa i Llobera y el mismo Alomar, entre otros, procuraron impedir que Mallorca perdiera el tren de la modernidad estrechando los lazos culturales, económicos y políticos con la Cataluña que en el cambio de siglo estaba emprendiendo el camino del nacionalismo, del europeísmo y del cosmopolitismo en franca reacción contra el sistema político de la Restauración española. Modernismo y catalanismo confluyeron claramente alrededor de la fecha mítica de 1898, pero es de todo el mundo conocido que ni el modernismo fue un movimiento monocorde, ni el catalanismo siguió una sola estrategia política, ni los intelectuales mallorquines mantuvieron una postura homogénea ante el complejo juego de fuerzas que presidió la creación de la Lliga Regionalista en 1901 y su evolución posterior, marcada por el drástico proceso de selección de formas y contenidos que desembocó en la creación de la figura del intelectual comprometido con un partido político y que tiene en Engeni d'Ors, fichado por Enric Prat de la Riba con la misión de vertebrar el movimiento que a partir de 1906 se conocería con el nombre de noucentisme, a su principal representante.

Una víctima de este proceso de selección fue, precisamente, Gabriel Alomar. Intelectual puro -Josep Pla escribió que no sólo lo era sino que también lo parecía-, defendió con gran coherencia los presupuestos del primer modernismo. Y esto quiere decir que situó el progreso y lo moderno en los primeros peldaños de la escala de valores subyacente a su discurso ideológico y que no retrocedió ante el envite de un nacionalismo que intentaba anteponer los intereses de la patria a los intereses del individuo, que no se dejó deslumbrar por el recuerdo de un pasado más o menos glorioso, que arremetió siempre contra el gregarismo de la multitud, y que estaba convencido de que la única salida para tal situación eran la educación y la cultura. Por ello, Alomar, que era profesor de griego y de latín además de poeta, dedicó tantos esfuerzos a su obra de publicista para cumplir la misión -propia del intelectual intervencionista tan denostado por Ors y por Josep Carner- de diversificar, independizar a la persona, devolverle su "opinión" y la confianza en sí misma, como diría R. W. Emerson, para convertirla en parte integrante de la Ciudad futura.

La Ciudad -con mayúscula, como la representaba también Ors- constituye el ideal social que persigue Alomar. A diferencia de Ors, sin embargo, Alomar presenta esta Ciudad utópica como la cuna de la diferencia, la diversidad y las herejías, porque las disensiones garantizan la fuerza y la vitalidad de la vida espiritual de Cataluña. Partiendo de la base de que el mundo se encamina hacia la formación de grandes organismos y unidades, Alomar ve en la "corriente federativa" la verdadera aplicación internacional del principio de la unidad en la variedad. Nada que ver con la tendencia a la imposición de una sola modalidad propia de la Lliga Regionalista: la fuerza del todo reside en la fuerza íntegra de cada parte, desde la ciudad -la primera forma de la vida política- hasta la humanidad entera; nada que ver tampoco con el discurso de la nostalgia y del culto al pasado: el ideal clásico de la Patria ha muerto para dejar paso a la Filia, el ideal de los hijos que vendrán, de los jóvenes, de los renovadores. Su modelo es Hamlet. Don Quijote o los héroes y heroínas ibsenianos le sirven, por otro lado, para encarnar a su modelo de intelectual: redentor, vidente, profeta, poeta, es el individuo creador que, como moderno Prometeo, ha usurpado a los dioses el fuego de la creación y la capacidad para arbitrar la realidad.

Tremendamente elitista, este discurso sobre el intelectual y la Ciudad engarza los artículos que Alomar publicó en El poble català, la revista portavoz de un incipiente catalanismo de izquierdas que luchaba cuerpo a cuerpo con la también incipiente hegemonía del catalanismo conservador. Es interesante observar, desde casi un siglo de distancia, el punto de vista desde el cual Alomar analiza el anarquismo, la situación del País Vasco, la guerra ruso-japonesa, el affaire Dreyfus, la pena de muerte, la tradición golpista del ejército español, el movimiento de Solidaritat Catalana o la importancia social de la pedagogía. Es un punto de vista que, utilizando palabras del mismo Alomar, poco tiene que ver con el tan ponderado sentido común y mucho con lo que él llama sentido personal, que individualiza y distingue. A este punto de vista debemos, como ya remarca Jordi Castellanos en su impecable estudio introductorio al libro, una referencia casi premonitoria al caso Ferrer i Guardia, una cuestión, dice Alomar, que tarde o temprano nos avergonzará a todos.

La lucidez del intelectual que fue Gabriel Alomar asoma en todos los poros de El futurisme. Articles de 'El poble català' (1904-1906) y, sin embargo, ha sido el silencio y la invisibilidad quienes han acompañado al personaje que -ironías de la vida- acuñó el término con que Marinetti bautizó las primeras vanguardias artísticas. Ni Pla le consideró digno de dedicarle uno de sus homenots, y Gabriel Alomar, una de las voces más importantes del catalanismo de izquierdas, tuvo que conformarse con pasar a la posteridad planiana con un casi displicente Retrat de passaport. Pase. Lo que no sería de recibo es que a estas alturas alguien pudiera llegar a confundirle con un producto típico mallorquín.

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