Promesas: basta ya de realidades
Gabriel García Márquez suele contar a los amigos -nunca se sabrá si como antiguo reportero o en su condición de novelista- un episodio de la campaña electoral emprendida por un dirigente del PRI para conseguir la gobernatura de un Estado mexicano. Los campesinos acarreados por el aparato del partido para servir de auditorio forzoso al orador -un mar de banderas tricolores y retratos del candidato cubría la plaza- escuchaban pacientemente la habitual retahíla de logros oficiales (carreteras, escuelas, centros de salud, recintos deportivos, canales de regadío, viviendas populares) cuando de la multitud emergió provocadoramente una pancarta subversiva: "¡Basta ya de realidades, queremos promesas!".Dejando a un lado la verosimilitud de la fábula, el relato ofrece una moraleja de alcance general. Después de que el PP ganase las elecciones generales de 1996 tan sólo por 300.000 votos, los socialistas llegaron a la equivocada conclusión de que su vuelta al poder sería inmediata: dado que su derrota se había producido por un estrechísimo margen, pese a la gravedad de los escándalos de corrupción denunciados durante las últimas legislaturas de Felipe González, la recuperación de los votos perdidos a causa de la abstención o de las papeletas en blanco parecía pan comido. De un lado, los trece años y medio de gobierno ininterrumpido del PSOE ofrecían un indiscutible saldo global de aciertos (una vez descontados los errores) y garantizaba a los ciudadanos la continuidad de equipos competentes y experimentados en la gestión pública; de otro lado, los socialistas daban por descontado que los populares serían incapaces de afrontar los complejos problemas de un moderno Estado social de derecho (la política económica, los servicios públicos, la lucha antiterrorista o la financiación autonómica) y que Aznar quedaría eclipsado en las cumbres de la Unión Europea por la sombra del anterior presidente del Gobierno. Ese doble convencimiento explica que la gran mayoría de los diputados socialistas designados para ocupar las portavocías de las diferentes comisiones sectoriales del Congreso fuesen ex ministros, preparados a retomar sus carteras -como auténtico gabinete en la sombra- a las primeras de cambio. Los resultados del 12-M mostraron hasta qué punto ambas suposiciones eran erróneas: ni el electorado añoró el buen gobierno del PSOE, ni castigó al PP por un mal gobierno que había bajado los impuestos y formalizado la entrada de la peseta en el euro.
Las realidades de cuya autoría se jactan los Gobiernos (sean del PRI o del PAN, del PSOE o del PP) siempre pueden ser comparadas desfavorablemente con las necesidades insatisfechas, o atribuidas a la bonanza del ciclo económico, o criticadas por desaprovechar las oportunidades existentes. Sin embargo, los socialistas -antes- y los populares -ahora- elegidos en las urnas para gobernar corren el serio peligro de creerse demiurgos de la historia a quienes los votantes deberían agradecimiento eterno. La prolongada permanencia en el poder no hace sino refozar esas tendencias megalómanas, que llevan a los gobernantes a olvidar su papel de simples administradores de los recursos presupuestarios: la política es un oficio voluntario cuyo ejercicio depara a quienes lo practican remuneraciones materiales, gratificaciones simbólicas, bienes posicionales y compensaciones psicológicas lo suficientemente atractivas como para hacer infrecuentes las jubilaciones voluntarias en el escalafón.
No será fácil que los socialistas recuperen los votos perdidos el 12-M a menos que abandonen el narcisista elogio de las realidades conseguidas durante su ya lejana etapa de gobierno y renuncien a menospreciar la capacidad de los populares para gestionar de forma competente el Estado, una tarea al alcance de bastante gente y que tampoco exige un especial talento. Al igual que ocurrió con la victoria de Borrell en las primarias de 1998, el triunfo de Rodríguez Zapatero en el 35º Congreso ha despertado, en cambio, las esperanzas del potencial electorado socialista, tal y como muestra el sondeo de Demoscopia publicado ayer en EL PAÍS. De la renovada capacidad del PSOE para formular promesas razonables que sitúen la línea del horizonte un poco más lejos de donde la ha fijado el PP depende en gran medida que la convocatoria de 2004 sea una cita electoral competitiva y que los socialistas puedan incluso derrotar a los populares en las urnas.
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