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Imposible

LUIS MANUEL RUIZDice Nietzsche que sabio es aquel sujeto que no se asombra de nada. El pasado sábado tuve ocasión de comprobar lo poco sabio que era cuando, en compañía de unos amigos, me metí en el cine a sufrir la última maravilla de Tom Cruise, Misión Imposible 2. Se me dirá que no podía esperar salir del cine convencido de la elevación y magnetismo del séptimo arte, y en mi descargo responderé que simplemente buscábamos la ración reglamentaria de patadas, estampidos y brincos precisa para atenuar el aburrimiento del fin de semana veraniego: todo lo cual sabe dispensar Cruise con mano generosa, otorgando además alguna propina por si hay público hambriento. Lo estupefaciente de la película, lo que nos hizo quedarnos clavados en las butacas y buscarnos mutuamente las miradas en la oscuridad de la sala no fue el largo repertorio de imposibilidades físicas, psicológicas y argumentales que ya anuncia el título, sino una mucho más cercana y que a todos se nos clavó como un estilete en el humilde corazoncito. Nuestra indefensa alma andaluza quedó hecha trizas cuando Cruise anunciaba que se iba a Sevilla y brotaba ante nuestros pasmados ojos una maqueta de belén con algo parecido a la Giralda pintado sobre las estrellas, cuando el protagonista perseguía a una morenaza escultórica entre un decorado de columnas arábigas y el vuelo de los faralaes. Pero lo peor aún estaba por llegar: mis amigos y yo creímos que Cruise había tomado un avión sin avisar, porque empezaron a surgir por la pantalla muchachotes vestidos de pamplonicas arrastrando cristos, falleras cantándole a la Virgen del Carmen mientras arrojaban flores a un altar barroco en llamas tan alegremente.

Durante horas, después de salir desorientados de la sala, estuvimos discutiendo si tamaña ensalada de disparates habría sido premeditada o si debía atribuirse todo a un garrafal despiste del documentalista (porque tendría que haberlo, ¿o no?). Al poco, entendimos que mucho más presupuesto o mucho mejores intenciones no hubieran mejorado el resultado: la Sevilla internacional era eso, ese híbrido repugnante, contradictorio y cómico, como la paella que pueden servir en un restaurante español de Londres regentado por un viudo griego. Dicen los psicólogos como Piaget que uno de los principales impactos que experimenta la mente del individuo en su camino hacia la autoconstrucción y la forja de su personalidad es el encuentro consigo mismo, el conocimiento de su exterioridad en la luna del espejo o en el interior del pronombre de tercera persona: así el sujeto aprende qué imagen proyecta fuera de la jaula en la que está acostumbrado a vivir y comienza a aceptar que los límites de su persona coinciden con los de la sombra que arrastra sobre la acera. Fuera de nuestro modesto punto del mapa, Sevilla es esa Disneylandia de fallas, autos de fe, bailaoras y azulejos horteras, y seguramente ése sea el escaparate que hallan los turistas al darse de bruces con nuestra Semana Santa, los arriates del Alcázar, los tablaos flamencos con tortilla de patatas a cinco mil pesetas. Pero de vez en cuando nos asalta el síndrome de Dorian Gray: nos paseamos por la calle como personas normales cuando nuestro retrato nos delata como monstruos imposibles. Sobre todo imposibles.

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