Mapas íntimos
Las muertes en verano nos dejan perplejos. Acostumbrados como estamos a este vaivén de idas y venidas que traen los meses de julio y agosto, a las despedidas de rigor para volver a encontrarnos en septiembre, no podemos encajar la sorpresa de la muerte fácilmente. Incluso los periódicos, normalmente rápidos a la hora de los adioses, tardan en reaccionar y despliegan sus artículos de despedida con un día de retraso. A mí no me gusta que se muera nadie, y esto no obedece a un impulso bondadoso, sino al deseo infantil de que las cosas sean eternas y que uno viaje, cambie de ciudad o simplemente marche de vacaciones y a la vuelta todo esté de la misma forma que se había dejado. Hay personas que dejan un vacío más grande que otras en la vida de una ciudad, personas a las que uno encuentra con relativa frecuencia en un teatro, en una calle céntrica, en una librería, que son paseantes, inquietas. Yo, como tantos lectores, me encontraba con frecuencia la figura de Carmen Martín Gaite caminando por Madrid. Aunque nos presentaron muchas veces, no tuvimos nunca amistad ni una conversación que pueda ser reseñable o una anécdota que contar, pero estando fuera de Madrid como ahora estoy llega la noticia de su muerte y siento el gran desconcierto que provoca el fallecimiento de una persona tan poco mortal.Leo las despedidas que sus amigos le dedican en los periódicos y a mí me vienen de pronto recuerdos de mi juventud. La emoción de haber leído Entre visillos, El cuarto de atrás... La emoción de haberle hecho una entrevista para la radio, hace casi ya veinte años, cuando la sola presencia de un escritor te dejaba casi sin habla. La sensación que me produjo el que García Hortelano y ella quisieran luego tomarse un café con nosotros y perdieran con esta periodista bastante joven y bastante indocumentada gran parte de la tarde entre cafés, recuerdos y alguna canción que de pronto a Martín Gaite le venía a la boca.
Su figura ha estado tan presente en la ciudad que uno la presentía en un estreno, en una conferencia, antes de haberla visto. Vista por mí desde lejos o a veces de cerca si quien la acompañaba era una amiga común: Josefina Aldecoa. Pero la vida de las ciudades está hecha por esa gente que ves de lejos, esas caras conocidas con las que nunca tendrás una relación íntima, pero forman parte de tu paisaje, de las cosas que te unen a un lugar.
No me gusta que se muera la gente, y no es bondad, repito. Me inquieta no volver a encontrarme con esa mujer que uno distinguía fácilmente entre el gentío que pasea a diario por la calle de Alcalá. Imposible que se confundiera con el montón, porque había hecho que su estilo al vestir, al peinarse, estuviera absolutamente ligado a su forma de ser, a su timbre de voz, cantarín, a veces impertinente.
Reconozco que a mí me intimidaba un poco, tal vez era esa forma tan castellana de decir las cosas, o la seguridad que traslucía en cada una de sus afirmaciones. Esa pureza, esa coherencia, reconozco que me intimidaban, como si fuera una de esas personas que tienden a descubrir a los demás fácilmente en un renuncio o a enmendarte la plana. Nunca tuve mucho interés en tener una relación más estrecha con ella, la tuve con sus libros, pero sí que la voy a echar de menos, el corazón de la ciudad la va a echar de menos, como echa de menos los andares de las personas peculiares, de los que tienen atractivo y alguna extravagancia. Supongo que cada uno tiene sus fantasmas y los sitúa en un lugar concreto de la ciudad. Yo podría hacer un mapa con los lugares donde se me aparecen: cuando paso por la avenida de América, me encuentro con el fantasma de Onetti, al que nunca conocí, pero que imagino eternamente acostado y mimado por Dolly en su ático a la entrada de Madrid; en la Cibeles, la figura pequeña con abrigo y sombrero de Dámaso Alonso, al que los estudiantes veíamos como si hubiera escapado de la foto del libro de literatura; en un piso de Argüelles, la conversación arrolladora del gran García Hortelano... Así se va dibujando un mapa íntimo, la propia historia que está unida a las lecturas que nos van acompañando en la vida. A Martín Gaite la sitúo en el barrio de las Letras, en una cafetería poco memorable en la que habló a una periodista novata de literatura. Es un gran recuerdo de hace veinte años, con todos los sueños de juventud intactos.
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