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La vacación y el yo

De las vacaciones, lo más importante no es el simple cambio de actividad, sino el cambio de valores (o la disipación universal de determinados valores). Joffre Dumazedier, que se especializó en el análisis del ocio moderno, decía que en el interior de ese cosmos se desarrollan hoy los mitos de Dionisos y Eros, de Narciso o de las bacanales, de las sirenas o de las Tres Gracias, reconvertidos para otorgar a ciertas prácticas afectivas de los fines de semana o de las vacaciones una carga poética excepcional. Y tanto más excepcional cuando su realización tiene lugar en intervalos relativamente súbitos, flanqueados por los largos periodos de obligación y trabajo que cubren el antes y después de esa experiencia arrancada a la cotidianidad.El volumen de la vacación es un cómputo diferencial caracterizado por ser un tiempo sustraído del comercio o la política y destinado exclusivamente para el bien de sí. A un lado y otro de la vacación discurre un mundo civil, religioso, económico o laboral vigilado por las normas sociales, numerado y sopesado por la ley; pero el transcurso de la vacación se presenta como la dosis de temporalidad extraída del control y ofrecida a los individuos, uno a uno, como la pequeña ración de fiesta con que se paga la duración laboral.

En ese tiempo para sí, cada cual vive consigo; pero no exactamente con el yo embadurnado de horarios, jefes, máquinas y oficinas, sino con una suerte de doble que vive escondido en el interior de la persona pública y que ahora sale de su escondite para darse un gozo personal. Ese segundo yo, disfrazado el resto del año o camuflado en la repetición, trata de emerger como individuo singular y egoísta, presto para disponer las cosas, desde la acción a la no acción, desde la mañana a la noche, libre de indicaciones externas.

La vacación es la emancipación, la suspensión de los valores que configuraban la reiteración de la cotidianidad. La vacación -decía Edgar Morin- es la vacación de los valores, y así se logra el valor de la vacación. Pero, a su vez, las vacaciones producen unos valores nuevos, y, entre ellos, el más visible es la preeminencia ególatra y narcisista del yo.

Para muchas personas, el viaje que se emprende en las vacaciones constituye la máxima aventura del año. Un viaje que se afronta con el ánimo de apartar de sí las escenas conocidas de la vida ordinaria, aquellos territorios en los que se encuentran afincadas las garitas e instituciones que mediatizan nuestra identidad y prevén nuestro horizonte. El viaje es por ello una aventura contra el gravamen de la identidad espacial y contra los probables pronósticos de futuro. El viaje reúne la imprevisión y la sorpresa, el descubrimiento y la inauguración, la fuga y la rebeldía, estando siempre en el centro de estas opciones la decidida pesquisa de uno mismo como sujeto desconocido, renovado o resuelto a ser otro.

Hay un tiempo funcional orientado a la producción, a la atención de los conflictos, a la remoción de los obstáculos, y existe, por contraste, un tiempo libre para vivir: para vivir por vivir; un tiempo sin otra misión que autosumarse a la vida y convertirse en un dulce destino para sí mismo. Los dioses se autocomplacían en sus dorados espacios del Olimpo; mientras, los mortales contemporáneos tratan de recrearse en los paraísos fantásticos de su vacación. Cada año regresa esta ficción de libertad y blanqueo del yo como una higiene del alma y del espíritu que deberá devolvernos la alegría de vivir por vivir; sin profesión, sin parentescos, sin marcas, sin culpas ni temor al castigo. Pagadas o no pagadas, acotadas y no acotadas, largas o cortas, las vacaciones constituyen efectivamente más que una simple oportunidad para reponer las fuerzas. Son, por encima de su realidad, el retorno de un mito salvador y sagrado que compensa, provisionalmente, de no ser criaturas divinas, bendecidas y soleadas el enorme resto del año.

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