Legislar parejas de hecho
La regulación de las ambiguamente denominadas "parejas de hecho" es uno de esos tópicos que circulan en el mercado de las ideas a fin de cumplir con la función de evitar el pensamiento crítico. Probablemente porque éste y la corrección política nunca se han llevado bien. Cosa que nada tiene de extraño: para ser crítico primero ha de ser pensamiento. Tal vez por ello resulta de general aceptación ese estribillo de la "legalización de las parejas de hecho", estribillo que no me extrañaría fuere usado a la vuelta de unos años por los gramáticos como ejemplo de contradicción en los términos, pues, en efecto, la formalización que la primera supone destruye necesariamente la condición puramente fáctica de la pareja, y la conservación de esa condición meramente fáctica excluye a priori su reconocimiento legal. Si algún lego en Derecho quiere entenderlo fácilmente: como la legalización supone papeles no puede haber una "pareja con papeles pero sin papeles". Porque, con perdón de D. Pablo Milanés, si bien es cierto que no se requiere firmar "papeles grises para amar", sí se requieren tales papeles, sean grises o no, para determinar cuál es el estado civil de una persona y cuáles sus derechos y obligaciones. Que es de lo que va la historia.A la postre de lo que se trata no es de reconocer e incorporar a la legislación aquello que ocurre en la sociedad civil, ni otras vaciedades por el estilo, pues de otro modo resulta incomprensible que cuando se presentan proyectos que den reconocimiento de convivientes de hecho que lo son por razón de amistad, familia, apoyo mutuo, etc, los más granados defensores de la legalización de no se dice muy bien qué han puesto el grito en el cielo (como ocurrió la pasada legislatura tanto en el Parlament de Catalunya como en el Congreso). De lo que se trata no es de fijar un régimen legal que de cabida a los múltiples supuestos de familias atípicas y regímenes de convivencia más o menos asimilables, de lo que se trata es de establecer un régimen legal cuasimatrimonial para las uniones que los juristas llaman more uxorio. En las formas más radicales homologar sencillamente esas uniones con el matrimonio civil.
Dicho así el asunto no tiene nada de novedoso, ni de liberal, ni de progresista. Es asunto viejo, que cualquier estudioso del Derecho podría señalar como recogido y regulado en textos legales laicos (desde Hammurabi al Fuero Juzgo pasando por el Digesto y el Liber Iudiciorum) y religiosos (desde la Halaká a la Sharia). Se llama tradicionalmente "concubinato" (y en algunos casos "matrimonio a prueba") tiene muy poco de liberal porque difícilmente puede establecer un estatuto igual para las partes que no sea peor que el del matrimonio estándar, y desde luego en cuanto que no contribuye lo más mínimo a la igualdad, sino antes bien todo lo contrario, no tiene nada de progresivo. Salvo que lo fuere Chindasvinto claro está. Porque ese régimen cuasimatrimonial a la postre acaba por diferenciarse del matrimonial en un solo rasgo importante: admitir la disolución unilateral. Y un servidor no cree que el instituto del repudio -que perjudica directamente al más débil- tenga gran cosa de igualitario, y por ello de progresivo. A la postre no sería injusto señalar que el repudio es un instituto medularmente machista.
Es más, en un contexto en el que existe la combinación entre matrimonio civil, separación y divorcio por mutuo consentimiento el régimen cuasimatrimonial para parejas heterosexuales carece de sentido: exige formalización igual que el matrimonio, supone derechos y deberes mutuos igual que el matrimonio, requiere registros públicos igual que el matrimonio, y exige un régimen de disolución que, so pena de injusticia, no puede diferir gran cosa del que pueda darse al matrimonio. Y crear un matrimonio de segunda junto a otro de primera no me parece precisamente la más feliz de las ideas. Porque, insisto, aquí no se trata de amar, se trata de papeles grises.
Vistas así las cosas parece que no nos hallemos muy lejos de la estupidez. Tal vez sea así, pero porque el planteamiento estándar de la cuestión mezcla las churras con las merinas, o, por mejor decir, mezcla el problema de quienes no se casan porque no quieren y quienes no se casan porque no pueden, no matrimonian porque no les dejan. Con razón decía mi maestro que el undécimo mandamiento es "no promiscuar". El debate sobre las parejas de hecho entendido como regulación de convivencia cuasimarital tiene un supuesto con sentido, y sólo uno: el caso de las parejas homosexuales. El resto, con perdón, no vale una pipa.
En otras palabras: la confusa, profusa y difusa retórica sobre las parejas de hecho y su legalización sólo tiene sentido en aquel caso en el que, hoy por hoy, aquella es imposible. Sólo es procedente porque sólo responde a un problema real en el que la ausencia de regulación genera, o puede generar, situaciones de flagrante injusticia material: no hay un estatuto de la convivencia homosexual estable. Legalizar las parejas de hecho sólo tiene sentido en el caso de que la pareja realmente existente no tenga el reconocimiento del ordenamiento. Y eso sólo se da a fecha de hoy en el caso señalado. En aras de esa forma elemental de cortesía intelectual que es la claridad habría que pedir a los intervinientes que se dejaran de zarandajas y plantearan la cuestión tal cual es: ¿Hay que reconocer, y en ese caso cómo, las parejas homosexuales? ¿Hay que introducir una suerte de matrimonio homosexual? That is the question.
Cuestión que es primariamente jurídica, cosa que debería resultar obvia pero que no lo es, como muestra el ejemplo de la reivindicación de la declaración conjunta en el IRPF, que supone, en román paladino, pagar más impuestos por los mismos ingresos en el caso de que los dos convivientes trabajen. Porque mucho me temo que una parte nada desdeñable de la reivindicación citada no obedece a la voluntad de remediar injusticias, sino a un puritito reclamo ideológico: la proclamación pública y solemne de la bondad moral de las prácticas en cuestión, con olvido de que el Derecho es constitutivamente incapaz de cambiar la naturaleza y contenido de los juicios morales (y viceversa). Porque au
que moral y Derecho no estén distantes sí son distintos, razón por la cual una cosa puede ser moralmente correcta y jurídicamente ilícita (como muestra el reciente caso de la ciudadana de Tarifa condenada por asistir a un inmigrante magrebí), y puede ser moralmente ilícita y jurídicamente irreprochable (como los toros). Lo que supone, claro está, que en la cuestión hay que dar prioridad a las razones y argumentos legales, a los criterios de justicia material, en su caso, y dejar en segundo término (y aun de lado) los demás. Lo que, viene a significar, en concluyendo, que hacen mal aquellos que afrontan el tema en términos de procura de la legitimidad moral. Aunque sólo fuere por el hecho de que esa legitimidad sólo puede alcanzarse desde el subjetivismo ético, y desde esa óptica Buchenwald deviene admisible. Laus Deo.
Manuel Martínez Sospedra es profesor titular de Derecho Constitucional de la Universidad de Valencia.
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