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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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La fiesta del tío Paco

Nunca había estado en la famosa Semana Negra de Gijón; así que cuando recibí la invitación de su carismático director, Paco Ignacio Taibo II, no dudé ni un minuto en aceptarla. Mi misión: moderar una mesa redonda con cuatro escritores norteamericanos de los que nunca había oído hablar y que según el tío Paco eran lo último de lo último (luego resultó que el más joven tenía cincuentaitantos años, pero en fin...). Hubiera ido a Gijón de todas maneras, pues todo el mundo me había dicho que allí uno se divertía sin tasa, pero lo cierto es que yo tenía un plan que no tenía nada que ver con la novela negra y que estaba empezando a obsesionarme: quería hacerme una foto junto al monumento a Arturo Fernández.En una visita anterior a Gijón, mi amigo Pepe Colubi me había informado de la existencia de tal monumento, y yo me había quedado muy impresionado: parece que se trata de una escultura a tamaño natural en la que el gran Arturo aparece con una mano en el riñón, la otra adelantada y un rictus idéntico al que luce en La casa de los líos cuando dice aquello de "Perdona, chatín, ¿tú no podrías prestarme 5.000 durillos?". Desde ese momento soy prisionero de una extraña fijación consistente en retratarme junto a la estatua imitando sus ademanes. ¿Para qué? Lo ignoro, pero me haría mucha ilusión.

Ya en el coche de la organización que me llevaba del aeropuerto hasta Gijón, consideré la posibilidad de pedirle al simpático conductor que me llevara junto al monumento a Arturo Fernández, pero me pareció que el hombre no estaba por la labor. Tampoco Paco Ignacio Taibo II parecía andar muy sobrado de tiempo para hacer caso de mis tonterías. Así que me dediqué a lo que, en teoría, había venido: disfrutar de la Semana Negra.

Les estoy oyendo: ¿se disfruta en la Semana Negra? Pues, hombre, la verdad es que no se lo pasa uno mal, aunque la parte literaria del asunto se vea ampliamente superada por la cosa lúdica. El certamen tiene lugar en una carpa situada junto al estadio de El Molinón, aunque la carpa de las mesas redondas, las de las exposiciones y los tenderetes de libros ocupen poco espacio en comparación con los puestos de chucherías, las paradas de productos típicos asturianos (manténganse alejados de los bollus preñaus, por cierto), las montañas rusas, las norias, las casetas que sortean muñecas chochonas, los bares especializados en bocadillos de calamares y los tenderetes de los indios quechuas que, vaya usted a saber por qué, venden productos de los indios cherokees. El año pasado, la organización dijo que habían pasado por la Semana Negra un millón de personas, pero, sin intención de ofender al tío Paco, uno tiene la impresión de que 990.000 pasaron de largo en dirección hacia el puesto de bollus preñaus más cercano.

Esa misma impresión tenían algunos editores barceloneses con los que me crucé. Especialmente después de hojear la prensa nacional y observar que no había una línea sobre los actos en los que habían participado sus respectivos autores. Lo cierto es que la prensa española en pleno pasa de este certamen, pero eso no le quita el sueño al tío Paco, un hombre de un entusiasmo admirable que ha colgado en la pared de su despacho un comentario elogioso de su festival a cargo de un diario italiano. Para convencer a sus colaboradores de que se va por el buen camino, Paco Ignacio ha escrito de su puño y letra sobre el recorte la siguiente divisa: "¿Vieron, putos? ¡Somos importantes!".

¿Realmente lo son? Hombre, la verdad es que en la Semana Negra todo el mundo es muy simpático y entusiasta. Y en Gijón se come de miedo. Y no se pasa calor, pues es aconsejable ir a la playa con bufanda. Pero no puedo evitar hacerme una pregunta: ¿ningunea la prensa a este festival por puro centralismo cultural o porque el amasijo de norias, penachos, bocadillos de calamares, vasos de sidra y bollus preñaus no deja respirar a la literatura policial? De noche, convenientemente inflado de chorizo a la sidra, patatas al cabrales y fritos de merluza (en Gijón no hay manera de cenar una sopita y una tortilla), uno le da la razón al gran Paco Ignacio. Pero de día, cuando el ruido de la feria apenas deja oír lo que dice el invitado de turno, uno ve crecer su escepticismo.

Escepticismo que compartí con mis amigos Albert Mauri y Claudio López de Lamadrid, de Mondadori, que rondaban por allí. Nos reímos bastante, pero no conseguí convencer a ninguno de los dos para que me llevara junto al monumento a Arturo Fernández. El segundo y último día lo pasé solo, deambulando por Gijón y preguntándome, como siempre en estos casos, qué demonios estaba yo haciendo allí.

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Hasta que de repente, cuando faltaba media hora para que me condujeran al aeropuerto, mientras deambulaba por el Paseo Begoña frente al teatro Jovellanos... ¿Con quién me cruzo? ¡Con el auténtico Arturo Fernández! Camisa rosa, jersey blanco cruzado sobre los hombros, haciendo ver que no se fijaba en la admiración que suscitaba entre sus paisanos.

¿Creen que había por allí alguien con una cámara para poder retratarme con mi ídolo? Ni hablar. Yo nunca tengo esos golpes de suerte.

Paco Garcia Paredes

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