La pasión
SERGI PÀMIESJoan Gaspart practica la táctica del fuera de juego. Pone en línea a sus defensas y, a la voz de ya, los manda adelantarse para dejar en evidencia a sus rivales. Por si sus jugadores se despistan, intenta presionar al árbitro y cuenta con unos seguidores que disuaden los brotes de genialidad del equipo visitante. Así las cosas, tiene todas las de ganar y, consciente de su ventaja, ha decidido protagonizar una victoria que le haga recuperar una credibilidad dañada por 22 años de excesos.
Por ahora, su estrategia está funcionando bien: en poco tiempo, ha conseguido que muchos de los que llevan años criticándolo empiecen a pensárselo. En la distancia corta, Gaspart desprende una cordialidad en la que tiene mucho que ver su origen popular, acostumbrado a las decisiones rápidas y a ese encanto que, propio del buen hotelero, no puede ser ni demasiado auténtico ni demasiado falso.
Hijo, padre y abuelo de culés, su árbol genealógico no deja lugar a dudas.Cuando gana el Barça jugando bien, tiene que salir del campo porque su corazón no lo resiste. Cuando pierde jugando mal, le echa la culpa al árbitro o recuerda que el Madrid va peor. Cuando el equipo gana jugando mal, insiste en que lo importante son los puntos. O sea: siempre gana. Y eso explica que se haya atrevido a presentarse entonando la canción de las Natillas de Figo: "¿Repetimos?"
Y es esa mezcla de insensatez y capacidad para adaptarse sólo a las circunstancias favorables lo que le confiere un perfil trágicamente contradictorio, propio de alguien cuya mano derecha ignora lo que hace su izquierda.
En estas elecciones, Gaspart ha coqueteado con todos. Primero con Bassat, al que engañó. Luego con Llauradó, al que sedujo. Más tarde con Castells, al que hizo sentirse importante. Y, finalmente, con Núñez, del que toleró los silencios a cambio de todos los votos del nuñismo, incluido el de Maria Lluisa. Ha salido ganando en todas sus operaciones menos en una: su inequívoca falta de contemplaciones a la hora de rodearse de una defensa que, cuando conviene, sabe retener al delantero rival con un codazo y luego pedirle perdón.
En la distancia corta, Gaspart mejora, y quizás debido a detalles como los tirantes o una expresión menos tensa que la del forofo mediático, lo convierten en alguien de quien podríamos llegar a fiarnos si no se interpusiera un pequeño detalle: los 22 años que hace que le conocemos. Claro que esta reticencia es relativa, ya que sólo influye en los que creen en la coherencia y la rectitud.
Porque cuando Gaspart confiesa que sufre tanto viendo jugar a su Barça que tiene que marcharse para poder soportarlo y nos preguntamos cómo es posible convivir con un barcelonismo tan patológico, olvidamos que son miles los socios que experimentan algo parecido. Por eso le perdonan los excesos, porque haciéndolo se están perdonando a sí mismos. A Gaspart le sobra el barcelonismo y lo está despilfarrando con una generosidad estratégicamente beneficiosa para él.
Lleva 56 años con el mapa del tesoro culé en la cabeza y, para situarse, sólo necesita apelar a su corazón culé y a su experiencia para, con la presión de un estilo disuasorio, convencerle. Sobre él circulan muchas leyendas. Que si fue del OPUS -lo desmiente-, que si es del PP -solamente lo es a tiempo parcial, ya que el resto de su tiempo político lo dedica a votar a favor del mismo Pujol que tanto odia Núñez-. Domina el juego subterráneo y el aéreo, y conoce tanto la trastienda de este fútbol especulador y obscuro, a veces chulesco y marrullero, que, de todos los candidatos, es el que menos desentonaría en una junta en la que participasen Sanz, Lopera y Gil.
Como buen hotelero, cree más en aquello de que el cliente siempre tiene razón que en lo de que al socio no se le puede engañar. Sabe que al socio se le puede engañar perfectamente siempre y cuando se le engañe por el bien del Barça.
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