Al borde de la hipertrofia
Hace tiempo que el fútbol se mudó de los barrios a los despachos de negocios. Probablemente ocurrió hace una decena de años cuando Rupert Murdoch encontró la única vía de salvación a su decaído Sky Channel. Murdoch, que nunca ha sido un tímido, decidió pujar más alto y más fuerte que nadie -incluidas la BBC y la ITV- para conseguir la exclusiva de los derechos de emisión de la Liga inglesa. Hasta entonces, el fútbol se había preservado en un mundo cerrado que compartían los aficionados, los jugadores y unos directivos que cuidaban paternalmente de un patrimonio más sentimental que pecuniario. Desde el golpe de mano de Murdoch, que no sólo sirvió para salvar Sky, sino para convertirle en un magnate mundial de la televisión, al fútbol se le han descubierto insospechadas posibilidades como instrumento mercantil.La consecuencia es un cambio de ubicación del fútbol con respecto a su historia. Ha abandonado su condición de eje sobre el que giraba la voluntad de ocio de las clases populares de Europa y Suramérica. Así fue durante casi un siglo, el tiempo que se cobró el fútbol para convertirse en el principal vehículo de pasiones de nuestro tiempo. Algo de eso había ocurrido durante los años veinte y treinta con el cine, y naturalmente aquello se transformó en industria. Donde hay pasión y multitudes, existe un gran negocio a la vista. Resulta extraño que esa fabulosa veta mercantil pasara desapercibida durante tanto tiempo, cuando había precedentes muy claros en los grandes deportes profesionales norteamericanos, cuyo crecimiento estuvo ligado desde principios de los años sesenta a la venta de derechos exclusivos de televisión y a su control por parte de grandes empresarios. Que el deporte de mayor difusión mundial permaneciera ajeno a esta dinámica, era un misterio. Murdoch, y algún Berlusconi que otro, han representado lo que Louis Mayer o Darryl Zanuck en el cine. Son los creadores de una gigantesca industria que también deja cadáveres por el camino.
Del nuevo fútbol sabemos que mueve a la codicia, que evita los escrúpulos y que genera efectos indeseables como la aparición de una sedienta grey de comisionistas, la pérdida de una escala juiciosa en la valoración de los futbolistas, la transformación de éstos en mitos alienados, la impudicia para devorar a sus propios mitos con unos calendarios aniquiladores -Ronaldo sirve como referencia-, el descenso objetivo en la aparición de grandes jugadores porque la ansiosa maquinaria económica impide formarlos, la aberrante consideración que reciben los aficionados como simples consumidores de un juego que cada vez les resulta más ajeno.
Los profetas del nuevo fútbol aseguran que no hay motivo para el pesimismo. Todo lo contrario, dicen. Desde la lógica del dinero, sólo se puede entender como un signo de salud y abundancia el reciente traspaso de Hernán Crespo -del Parma al Lazio- por 10.000 millones de pesetas. Desde cualquier otra lógica, es un acto intolerable que retrata la decadencia del fútbol por la insensatez en la que ha caído. Y aunque es cierto que ningún deporte ha tenido la capacidad de adaptación del fútbol a las condiciones económicas, sociales y tecnológicas que le ha tocado vivir durante todo el siglo XX, no cabe presumir un futuro brillante a una actividad que está al borde de la hipertrofia. Porque al final todo aquello que rebasa sus propios límites, está condenado a estallar.
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