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Un grave obstáculo a la paz

El verano de 2000 se abre, lamentablemente, con una nueva oleada de violencia de ETA. El atentado dirigido en Ordizia contra el hostelero guipuzcoano Juan Bautista Rubio, la gran explosión de un coche bomba en el corazón mismo de Madrid y el estallido aún reciente de una potente carga en el municipio de Getxo actualizan implacablemente, ante la mirada atónita de casi toda la ciudadanía, la persistente amenaza de ETA que, por la vía de la intimidación y del terror, pretende impulsar en una dirección determinada el futuro político y social de este pueblo.No nos cansaremos jamás de condenar con nítida firmeza estos ataques intolerables a la vida, a la libertad de las personas, a la democracia y a la paz. El hecho de que, en estos casos, no hayan causado víctimas mortales (aunque sí daños materiales y heridas físicas y morales) no les eximen de un severo juicio moral.

En sintonía con hechos de tanta gravedad y con una periodicidad casi previsible se repiten en nuestras calles preocupantes episodios violentos que producen una desmoralización social y reclaman una reflexión que no se reduzca a mera repulsa moral.

Con mayor o menor intensidad la violencia callejera, denominada corrientemente kale borroka se va convirtiendo entre nosotros en un fenómeno casi crónico y altamente peligroso. Viviendas privadas, establecimientos comerciales y bancarios, vehículos públicos y particulares, sedes de medios de comunicación social y edificios institucionales sufren el embate destructor de grupos juveniles embozados en sus capuchas y pertrechados de artefactos destructivos.

Las agresiones se centran muy particularmente sobre extensos y definidos grupos de ciudadanos que profesan unas opciones políticas muy diferentes a las de sus agresores. Inducen en las víctimas reales o potenciales vivos sentimientos de inseguridad, indefensión y temor que recortan notablemente su libertad de movimientos. Provocan reacciones de indignación y crispación social y enrarecen de este modo sensiblemente nuestra convivencia cívica.

No podemos dejar de reprobar, por muchas razones humanas y cristianas, estas oleadas de violencia callejera que vulneran derechos humanos medulares, como la integridad y seguridad física y psicológica de las personas, el respeto a sus bienes materiales y la libertad para expresar y defender sus propias opciones. Ninguna causa, ninguna reivindación, ninguna aspiración, por fundada y legítima que pueda ser, justifica estos atentados a la seguridad y a la libertad. Lejos de favorecer la defensa de los objetivos con frecuencia proclamados por sus autores, contribuyen a sembrar con respecto de aquellos un descrédito social creciente.

Sean cuales fueren sus motivaciones explícitas, este fenómeno revela, junto a otros factores, una actitud moral y socialmente rechazable: la intolerancia, que, en nuestro caso, se manifiesta en una severa incapacidad para digerir la disidencia política. En vez de embarcarse en un confrontación razonada, civilizada y respetuosa con las opciones diferentes, la actitud intolerante siente el apremio impulsivo de pretender neutralizarlas mediante el ejercicio puro y duro de acciones violentas.

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La persistencia de la kale borroka produce en los mismos que la practican (muy mayoritariamente adolescentes y jóvenes) un efecto pernicioso: la "cultura de la violencia" va impregnando capas de su persona y puede acabar convirtiéndose en un estilo violento de vivir que afecte a otras muchas áreas de su conducta.

Rebaja nuestra preocupación el hecho de saber que, a pesar de la frecuencia de las acciones, el porcentaje de nuestra juventud activa y directamente implicada en ellas es muy reducido. Pero nos apena que estos jóvenes puedan arruinar o comprometer su futuro interiorizando en el presente pautas de conducta moralmente reprobables y socialmente perjudiciales. Nadie puede impedir a nadie en una sociedad democrática la defensa de legítimas posiciones políticas o de causas humanitarias. Pero la misma sociedad tiene el derecho y el deber de exigir a todos, en esta defensa, la renuncia a los métodos violentos.

Todos tenemos el deber moral de adoptar posiciones netas ante este fenómeno perturbador. Las personas y grupos hoy amenazados deben sentir no solo la cercanía privada sino el apoyo público de sus autoridades y de sus conciudadanos. Sensible por inspiración evangélica a todo verdadero sufrimiento humano, la comunidad cristiana tiene que aproximarse también a este grupo de sufrientes, ofrecerles su apoyo moral y reclamar el respeto de sus derechos humanos.

Juan María Uriarte es obispo de San Sebastián

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