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Cornada en el glúteo

La gente tiene una idea equivocada acerca de qué es un buen escándalo. La gente se escandaliza por auténticas minucias: porque ya no se va a la iglesia, porque el pueblo llano lee menos de lo debido, porque los jóvenes hacen gau pasa todos los sábados del año, o porque muchos vascos deciden prescindir de madrecita España a la hora de plantearse el futuro. Esa suerte de mudanzas conceptuales poco tienen que ver con los cambios verdaderamente revolucionarios, porque los cambios más profundos se producen en las cosas pequeñas y retratan, con especial exactitud, el signo de los tiempos.Yo quería aludir a los encierros, a los encierros de San Fermín, aunque es cuestionable suponerlos una cosa pequeña, habida cuenta del tamaño de los astados que ofician la ceremonia. En San Fermín, en los épicos encierros, los arrojados corredores conversan con increíbles minotauros: es un intercambio de sudor, de aliento atropellado, en fin, una vertiginosa batalla por ver quién los tiene más grandes. La única ruta inevitable, durante los sanfermines, es la senda que dibuja el hombre años tras año, siglo tras siglo, en su huida atávica del toro; violentas curvas del empedrado urbano atraviesan la ciudad y conducen al personal hacia el círculo de arena.

Hasta ahora nada había en la fiesta que no fuera coraje. Pero parece que las cosas van cambiando: este año, varios mozos han ofrecido sus servicios a distintas firmas comerciales y, a lo que parece, han corrido esponsorizados, bajo el patrocinio de alguna empresa, calle Estafeta arriba, o abajo, o en fin, todo derecho.

La publicidad ha tenido que invadir el noble arte de escapar (arte que tantos practicamos, aunque no sea en el encierro: bastantes morlacos pone la vida en otros sitios). La publicidad, innoble, sin escrúpulos, se cierne sobre los sanfermines y amenaza con hacer de ellos un mercadillo. Cambiará la uniforme agitación de camisas blancas y rojos pañuelicos por una sucesión multicolor de firmas comerciales. Se trata sólo de unos primeros apuntes, pero el tiempo, sin duda, los irá afirmando. Los mozos harán una costumbre de acudir al encierro con camisetas de Coca-Cola, Uni2 o IBM. Surgirán incluso secciones de puristas, como en Irún u Hondarribia, que apelarán a los altos principios de la tradición. Todo será en vano. Pronto ponerse delante del toro puede costar la vida, pero puede, en compensación, reportar cierta calderilla.

La generalización de esta costumbre traerá además otras consecuencias, consecuencias acaso catastróficas: corredores pegándose por aparecer delante de los toros y proporcionar así mayor eficacia a sus anuncios; un desconcierto de arriesgados empujones, pensando más en las cámaras que en el monstruo que resopla a tus espaldas; minuciosos tarifarios por los cuales ciertos mozos, especialmente insensatos, resultarán más costosos a la hora de contratar. Es posible que se abra un nuevo campo de trabajo para agentes y representantes, y que los departamentos de marketing de algunas multinacionales ya hayan empezado a idear nuevas estrategias para el próximo ejercicio.

Lejos quedarán estos tiempos de alegre fiesta, los tiempos en que todos corrían de balde, los tiempos en que siempre había un americano (emborrachado de Hemingway o sencillamente borrachuzo), que recibía una cornada en el glúteo, en simbólica acción justiciera por parte de la bestia. A partir de ahora las astas hendirán pechos esponsorizados. La celestial protección de San Fermín será una filfa. La sangre correrá por encima de logotipos, marcas registradas e identidades corporativas, destrozando cuerpos jóvenes.

La vida hecha una mierda para el próximo siglo, cuando podrá morirse en nombre de una franquicia de hamburguesas.

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