Endecha por la pequeña librería
En la puerta de una de las librerías de Waterstone's, en Manchester, monta guardia Robert Topping, de 43 años, su defenestrado ex-director, acompañado de un grupo de aliados, agitando una pancarta. Pide que lo repongan en su puesto y lo ayuden a salvar a las más prestigiosa cadena vendedora de libros de Gran Bretaña de naufragar en un comercialismo despojado de todo contenido cultural. Mr. Topping fue echado porque se resistió a seguir las instrucciones de sus jefes de reducir drásticamente los depósitos de nuevas publicaciones y privilegiar de manera sistemática la exhibición y venta de best sellers. Su campaña cuenta con gran simpatía en todo el medio cultural y, sobre todo, de las editoriales pequeñas y de calidad -ensayos, poesía, experimentación- que, a diferencia de lo que ocurre en otras cadenas y gracias a algunos de sus empleados amantes de los libros como Robert Topping, hasta ahora encontraban hospitalidad en las estanterías de Waterstone's. Por lo visto, esta política llega a su fin, y dentro de algún tiempo las agradables y simpáticas librerías de la cadena que fundó en 1982 Tim Waterstone se parecerán mucho a los horrendos almacenes de WH Smith, donde los libros que se venden lucen todos estentóreos colorines y cuyas portadas parecen haber somatizado la vulgaridad y la chabacanería de las chucherías, revistas y adefesios para turistas entre los que andan mezclados.Ahora hablo bien de Waterstone's, pero, cuando las primeras casas de esa cadena comenzaron a aparecer en los barrios de Londres, a comienzos de los ochenta, las detesté. Ellas venían a reemplazar -a matar- a las antiguas y pequeñas librerías tan queridas que, desde que puse los pies en esta ciudad a mediados de los sesenta, yo recorría todos los sábados en la mañana, como quien va a misa. Estaban concentradas, desde hacía por lo menos un siglo, en Charing Cross y alrededores, y en muchas de ellas había libreros que parecían escapados de las novelas de Dickens, con bonetes, viejas mantas, cabelleras revueltas y hasta lupas e impertinentes. Con ellos era posible conversar, y pasarse horas escarbando las existencias, en esa atmósfera cálida, inconfundible, de polvo intemporal y de religiosidad laica que tienen -que tenían- las pequeñas librerías. Mi recuerdo de todas las ciudades en que he vivido es inseparable de estas instituciones que permanecen en mi memoria como una referencia familiar. La librería-garaje de Ladislao Cabrera, en Cochabamba, donde cada semana iba a comprar el Peneca y el Billiken. La librería de Juan Mejía Baca, en la calle Azángaro del centro de Lima, que me permitía pagar los libros en modestas mensualidades, y Plaisir de France, bajo los portales de la Plaza San Martín, donde la señora Ortiz de Zevallos me encargaba Les temps modernes y Les Lettres Nouvelles. Y, en el París de los sesenta, la involvidable Joie de Lire, de la rue Saint Severin, donde comprar libros, además de un placer, daba una buena conciencia progresista, y la librería española de la rue Monsieur Le Prince, cuyo dueño, un anarquista catalán exiliado de corazón de oro, me rebajaba a veces los libros a escondidas de su furibunda mujer.
La cadena que abrió Tim Waterstone y que tuvo al principio mucho éxito fue una fórmula intermedia, entre las pequeñas librerías individuales incapaces de sobrevivir a la competencia con los gigantescos libródomos, y los almacenes tipo WH Smith, de consumo masivo, de los que estaban prácticamente excluidos todos los libros minoritarios. Éstos accedían también a sus librerías, en las que convivían -algo arrinconados, a veces- con los libros más populares y las ediciones de bolsillo. Sería injusto no reconocer que en los años ochenta y noventa Waterstone's fue un eficiente promotor de la vida cultura, pues en casi todas sus librerías había siempre recitales, mesas redondas, presentaciones de libros, con asistencia de intelectuales y escritores de primera línea. Pero, este valioso designio de conjugar la calidad y el consumo, no ha dado buenos resultados, a juzgar por las intimidades financieras de la cadena, que lo ocurrido con el librero de Manchester ha sacado a luz. Waterstone's pierde millones de libras esterlinas, y su actual propietaria, una poderosa multinacional, HMV Media, tiene una deuda acumulada de un poco más de 500 millones de libras. Ésa es la razón del despido de Robert Topping, un personaje totalmente incomprensible, con su afán por adquirir libros de poca salida a editoriales mínimas, para el nuevo director general, llamado David Kneale, un caballero que, antes, trabajaba para Boots, la exitosa cadena de farmacias. Mr. Kneale es un gran vendedor, sin duda, pero no un librero, como lo es el desventurado Robert Topping. En nuestro tiempo, aunque nos cueste admitirlo y nos parezca una tragedia de lesa cultura, ambas cosas se han vuelto incompatibles.
Toda mi simpatía está con el admirable librero de Manchester, ni qué decirlo, pero creo que, incluso si Waterstone's, cediendo a la campaña en su favor, lo reinstala en el puesto, su causa, a mediano plazo, está perdida. Los contadores terminarán por imponer su criterio, el financiero, y éste acabará prevaleciendo sobre toda otra consideración. Esto es lo que ha acabado con la pequeña librería tradicional en el Reino Unido, al igual que ha sucedido, está sucediendo o terminará por suceder en el resto del mundo desarrollado. Salvo como una empresa heroica y artesanal, como anticuario, o como una entidad especializada en libros de un temática determinada -viajes, cine, teatro, sexo- la pequeña librería tradicional que tanto amamos difícilmente podrá coexistir con los promiscuos libródomos, convertidos en los proveedores principales del gran público; sólo sobrevivir, en los márgenes o catacumbas de la vida social.
Para explicar mi pesimismo quisiera citar dos ejemplos. En el mismo ejemplar de The Sunday Times de esta mañana, donde leo la historia de Robert Topping, aparece en la sección económica una información sobre los considerables descuentos que pueden obtener los consumidores haciendo sus compras por el Internet. Enumera una serie de productos, y los diferentes precios que por cada uno de ellos ofrecen distintas compañías que sirven a sus clientes a través de la red. En cuanto a los libros -el volumen estudiado es el cuarto de Harry Potter, de J. K. Rowling-, las ocho compañías consultadas po-
© Mario Vargas Llosa, 2000. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SA.
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