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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Igualdad sexual

Decenas de miles de gay y lesbianas se manifestaron ayer en Roma, a la sombra del Vaticano, para exigir un reconocimiento efectivo de su condición, de modo que no siga siendo un pretexto para su discriminación en las leyes y en el acceso a los beneficios sociales del Estado de bienestar. También en Madrid,hace una semana, decenas de miles de gay y lesbianas precedieron a los manifestantes de Roma en la exigencia de este reconocimiento. El respeto al individuo, al margen de su condición sexual o de otro tipo, constituye el rasgo definitorio de los regímenes democráticos avanzados. En España es un imperativo de rango constitucional. Pero no es precisamente cómodo ni corto el camino que hay que recorrer, sobre todo en campos en los que la discriminación tiene profundas raíces históricas, para conseguir que los principios informen la realidad social y legal. En España, como, en general, en las sociedades democáticas, ha sido profundo el cambio de actitud ante la homosexualidad. La mayoría de los españoles consideran hoy a la homosexualidad una opción personal tan respetable como la heterosexual. Pero los homosexuales luchan para que esta actitud no homofóbica, que les ha permitido salir de su tradicional gueto, deje de ser una manifestación de tolerancia negativa y se traduzca en leyes que les equiparen en derechos, incluso el de formar pareja, matrimonial o de hecho, hoy por hoy su principal reivindicación.

En mayor o en menor medida, los Estados democráticos y las organismos internacionales jurídicos y de derechos humanos se muestran receptivos a estas reivindicaciones de igualdad. No es el caso de la Iglesia católica. Su actitud ante la manifestación de Roma muestra que su discurso ideológico y moral sobre la homosexualidad sigue anclado en la noche de los tiempos. Desde el Vaticano se ha tildado dicha manifestación de "provocación y ofensa a lo creyentes", como si la creencia tuviera algo que ver con la inclinación sexual y no hubiera homosexuales entre los creyentes. La Iglesia católica, que ensalza la ley natural como fuente de todo bien, se empecina, en cambio, en juzgar a la homosexualidad, inscrita en la naturaleza, como un efecto perverso y desordenado del orden natural. Desde su óptica doctrinal, al homosexual sólo le queda "cargar con su cruz" sin que pueda esperar ningun reconocmiento social.

Parece evidente que este mensaje resulta cada vez más anacrónico en las sociedades secularizadas de nuestros días. Los gobiernos, del signo que sean, no pueden dar la espalda a reevindicaciones que, como las de los homosexuales, encajan perfectamente con los principios de igualdad y justicia que rigen estas sociedades.

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