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FERIA DE SAN FERMÍN

El hermano toro y los primos del extrarradio

La mañana se fue en empujones. Empellones para entrar al recorrido del encierro, zarandeos para mover un solo músculo y, lo peor, tortazos para correr dos metros delante de los toros. Tradicionalmente, los sábados y los domingos se convierten en los particulares días D de la fiesta. Los poco más de 800 metros que componen el encierro se llenan de visitantes no habituales llegados de regiones desérticas del planeta (por cómo beben). En consecuencia, los primeros problemas.El estadounidense Montgomery Doiel, de 40 años y residente en Denver (Colorado), resultó corneado. Fue el primero del año. De la aglomeración y el caos, él se llevó la peor parte. En la calle de los Mercaderes, el derrote de un animal con la divisa de Adolfo Martín se tradujo en una cornada grave en el glúteo con dos trayectorias ascendentes. "No interesa ninguna zona importante, pero la extensión de las heridas aconseja prudencia", comentaba uno de los cirujanos que le intervinieron. En los primeros instantes se habló de puntazo leve. Grave error.

La mañana era gris y pesaba como plomo. En desagradable paralelismo, un canadiense de 23 años resultaba arrollado por un cabestro y en su cuerpo se llevaba un traumatismo craneal leve; un segoviano, éste de 30 años, sufría el otro traumatismo en el tórax después de ser pisoteado por la manada; otro segoviano de 25 se sumaba a la lista de bajas con una luxación en el hombro; un pamplonés de 20 años era trasladado al hospital con contusiones y heridas faciales y otro joven de Palencia, de 27 años, quedaba ingresado con diversas contusiones. Todos, salvo el corneado y este último, fueron dados de alta, y en su cuerpo quedó el mapa de un día aciago.

Lo que pasó ayer tiene su causa en algo anterior, quizá lejano, pero cierto. En parte alguna está documentada la afición de san Fermín por los toros. Es más, el santo que ahora pasa, en compañía de San Isidro (antes labrador), por taurino militante habitaba en el calendario allá por el mes de octubre (el día 10 para ser precisos). Un día escuchó la llamada del chupinazo, se apeó de los fríos meses de invierno y... a Pamplona (tampoco consta que fuera con bota ni media alguna). A buen seguro, y dada su beata condición, cambiaría dos palabras con san Francisco (a éste sí se le reconoce el favor de las bestias). Se da por cierto que el fratello le informó de las costumbres locales. Le hizo saber que todo hay que hacerlo de verdad: exponiendo el cuerpo serrano o de la marisma a la embestida de un herbívoro y bien armado bravo. San Fermín tomó nota, estudió el terreno y no tardó en dejarse envenenar por la divina locura del encierro: tres minutos empapados en adrenalina. Igual que él, tantos otros extranjeros llegados de latitudes inciertas.

Los cinco toros (uno fue rechazado en el reconocimiento) que salieron ayer de los corrales de Santo Domingo se encontraron con un frontón de cuerpos, una nube de mozos no apta para carreras brillantes. A pocos metros de la curva que dobla hacia el Ayuntamiento ya se empezaron a registrar los primeros problemas: toros por el suelo, corredores pisoteados. Cuando llegó el turno a la siempre problemática curva de la Estafeta ya no había remedio. A los tres minutos llegó el último morlaco a la plaza, que no a los corrales. Una vez en la arena, muchos de los que antes, vestidos de colores, corrieron abrazados a los lomos se dedicaron ahora a citar al animal como si de una vaquilla pilonera se tratase. Hasta más allá de los cinco minutos se prolongó un encierro que pudo ser tan peligroso como se le hubiese antojado al toro. A buen seguro, san Fermín convenció al hermano toro de que no conviene cebarse con los primos (o patas, que se dice por estas tierras) del extrarradio.

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