Gatos y lotería
Ya ha empezado la lotería de Navidad, o ya empiezan a venderla por las playas. Me lo dice el señor que vende lotería a los que huyeron de sus casas calurosas, cordobeses y madrileños, ahora bañistas en las playas al oeste de Málaga: aquí todos los veraneantes son cordobeses y madrileños, o así llaman aquí a todos los veraneantes. Los cordobeses tienen fama de ser prodigiosos: once miembros de una familia pueden encogerse hasta encajar en un apartamento de dos habitaciones, en contra de las leyes físicas. Eso dicen, pero yo creo que son leyendas urbanas de Torre del Mar y la Caleta de Vélez.En este tiempo de prodigios el vendedor de lotería pasa ofreciéndoles a cordobeses y madrileños la suerte para Navidad, y hay de pronto en la playa un frufrú blanco de copos de nieve y villancicos hogareños, y se apaga unos segundos la música del Caribe del chiringuito (trompetas y tambores y vocalistas de Caracas, y a bailar sin levantarse de la arena, bom, bom, bom), porque ha llegado la paz del lotero que vende fortuna: el verano es tiempo de buena suerte, lejos de las trampas y las torceduras de todos los días del año. Entonces yo, no sé si por el verano o por la lotería, me acuerdo de un gato. Se llamaba Petronius y le decían Pete.
Cuando hacía mal tiempo, en la tormenta, Pete el gato conseguía que su dueño le fuera abriendo todas las puertas de la casa, una tras otra: el gato buscaba una puerta que diera al verano y al sol. Este gato sólo es un personaje de novela, Puerta al verano, de Robert Heinlein, novela de 1958 que transcurre en el futuro, 1970, nuestro pasado. Daniel Boone Davis, un ingeniero hundido por culpa de un mal socio, busca una puerta al verano, como su gato, y decide abandonar al gato y dormirse hasta que lleguen días mejores, congelándose. Así acaba el ingeniero en el máximo futuro posible, el año 2000 nada menos, mundo automático, terrorífico por culpa de los robots que él mismo inventó en 1970. Esto es el infierno: lo que uno inventó está esperándolo allá donde uno vaya.
Pero no en la costa, mundo de días puros y desnudos, rubios de cerveza, larguísimos, como sus noches. Cómo huele a birra y bronceador la plaza de Tutti Frutti de Nerja (el mejor nombre de plaza que conozco, con el Campo de' Fiori de Roma). No falta nadie en la plaza, ni siquiera el Espíritu de la Navidad, corporizado en un vendedor de lotería: aquí todos nos lanzamos a la calle todas las noches, automáticamente, como se pone la televisión. Seguro que, si el televisor está apagado, echan algo que vale la pena ver. E inmediatamente cambiamos de canal: lo que uno espera siempre está en el canal siguiente, y al final uno dice como ese amigo mío irlandés que se fastidió la rodilla y pasa el día frente al televisor y el acondicionador de aire, congelándose, a la espera de días mejores:
-No hay nada en la televisión.
Tiene cien canales y no encuentra el suyo, el esencial, el que le falta a su televisor, el que tiene que resplanceder en alguna otra parte. Me lo dice el lotero:
-Uno se va de veraneo y compra lotería de Navidad, seguro, porque aquí puede estar la suerte, lejos de casa.
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