Z
Tiene las iniciales del último de la clase y juega al fútbol como si fuera Dios. Detiene la pelota en medio de una tormenta de disparos y convierte su gesto en un guiño cómplice con el balón, que se convierte, en ese instante mágico que Kipling describe en If, en el único protagonista de la cancha; él hace el milagro de silenciar el campo como si de pronto hubiera desaparecido el público; su vigor consiste en la suavidad.Z. Esa disposición suya para terminar en arte lo que empieza en la fuerza azarosa de las balas le ha hecho, en poco tiempo, un personaje mundial, pero por lo que se ve en el campo el pedestal le ha dado la principal categoría de persona; no le ha engañado la fama; se quiere ir a la playa, es como todo el mundo, saluda al árbitro con la mano cuando éste le ha pitado falta, va a recoger los balones perdidos fuera del campo y los entrega en mano a los enemigos. Una persona.
Z tiene la salud risueña de los que sólo se miran al espejo una vez a la semana y ponen en el pedestal a los que van con él. Ahí le ven, dándole a Anelka la Copa. Probablemente, como casi todo el mundo fuera del terreno de juego, tiene las características del Alatriste de Pérez-Reverte -"No era el hombre más honesto ni el más piadoso..."-, pero en el estadio se ha dotado de todas las virtudes y, además, como Alatriste, es un hombre valiente y solidario, en el que los demás se fijan para no avergonzarse del presente del fútbol. Está tan seguro de la superioridad de sus armas que elogia sin freno a los que le hacen sombra e incluso declaró en dos ocasiones que Raúl es su ídolo y que se hace cargo de su tristeza cuando falló aquel penalti.
Verle jugar, en fin, reconcilia a la vida con la pasión del fútbol; hace años, en el Vicente Calderón, Vieri marcó para el Atlético de Madrid un gol improbable, que logró sólo gracias a que los demás creyeron que él era tonto; este Z del fútbol argelino que Francia tiene en sus diccionarios igual que tiene a Albert Camus, emigrantes gloriosos de un país inteligente, va por el campo como si pidiera perdón, pero al fin él es quien hace el milagro de multiplicar lo que los demás sueñan, por lo que él guarda en el imán mágico de unas botas que se hicieron en la calle, a la hora en que los demás presumían. Z. Qué gozada.
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