Cancerbero

Lo prometido es deuda y Barthez un ejemplo de homúnculo peniforme que exaspera a las masas. Porque ahora que el vendaval de la Eurocopa ha amainado y por las calles de Rotterdam apenas quedan restos de la fiesta, conviene hacer recuento del fenómeno, soltar una o dos frivolidades y despacharnos de paso con alguna metáfora que ponga las cosas en su sitio.En mi iconografía infantil, la distancia entre el cielo y el infierno era astronómica. La morada de Dios y de los santos abarcaba el universo y comenzaba siempre más allá de las nubes. El averno, por pura antítesis, lo ubicaba debajo de mis pies, al fondo de un abismo insondable, con monstruos deformes y diablos avivando la candela de los condenados. Después uno corrige ciertos convencionalismos religiosos y se da cuenta de que lo que separa ambos mundos, el de la gloria y el de las tinieblas, es algo tan simple como fallar un penalty en el minuto 89 o colocar el balón a dos centímetros del palo por fuera de la red. También uno destierra con los años aquella casposa imagen del infierno con demonios y calderas y se apunta a la que Jean-Paul Sartre proponía en su Huis clos: un cuarto cerrado con un diván y un par de compañeros a los que hay que soportar eternamente. Sé lo que están pensando. Uno de ellos es Barthez, el guardameta de la selección francesa: calvo como Atila, mirada de estrangulador y ademanes sanguinarios. Y les aseguro que no es una manía meramente personal. Decenas de amigos me han llamado estos días para solidarizarse con mi columna de la semana anterior. Hasta el mismo Del Piero sueña con el rostro injurioso de Barthez (dientes apretados y ojos de verdugo) y llevará colgada su imagen como un escapulario mientras Berlusconi y los tifosi no le perdonen los dos goles cantados que erró en la final. Al delantero italiano le fallaron sus conocimientos de mitología: para cruzar el infierno había que engañar a Cancerbero, el perro tricéfalo que custodiaba su puerta. Psique, Hércules y Orfeo emplearon la estrategia adecuada: serenidad ante todo y un tiro raso ajustado al poste. La cara de póquer de Barther merecía ese esfuerzo de erudición y el premio infinito de la gloria.
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