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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Un rincón feliz ANTONI PUIGVERD

Una crueldad no menor de nuestro tiempo es la prohibición del sosiego. Hay colas en todas partes, principalmente en verano. Colas para ocupar un palmo cuadrado de playa y colas para fotografiar los últimos leones africanos o escalar un Everest que acumula toneladas de basuras en sus faldas. ¿Todo el planeta se ha convertido en un sucio pañuelo turístico? ¿Han sido arrasados los remansos de paz y saqueadas todas las ínsulas de tranquilidad y recogimiento? Tampoco hay que exagerar: existen todavía espacios al margen de la trashumancia humana. Existen incluso en el Empordà, tierra de promisión de tantos barceloneses. Para los que no deseen encontrar en el país ampurdanés una nueva versión de la lata de sardinas, me permito sugerirles un oasis.Hay que situarse en la carretera de Girona a la costa, en dirección Palamós. Pasarán por el industrioso pueblo de Celrà (admirables naves modernistas) y llegarán a Bordils. La carretera impide hacerse una idea de estos pueblos. Bordils posee una soberbia iglesia gótica, con portada renacentista incluida, que recuerda, a escala reducida y con un sabor popular muy sugestivo, las puntiagudas virguerías de Notre Dame. También una pastelería vecina es de campeonato. Visítenlas, pero no se desvíen: precisamente a la altura de Bordils hay que virar a mano derecha en dirección a Sant Martí Vell. Sobre los campos segados, los payeses han dejado unas colosales ruedas de paja. Ríanse de las mejores instalaciones artísticas: nada supera en belleza interrogativa a estas monumentales formas que brillan bajo el sol de julio como yelmos de gigantes vencidos. El pueblo de Sant Martí Vell es un feudo de una célebre diseñadora de joyas italo-americana: muchas de sus casas las disfrutan artistas catalanes de renombre. Sigamos. La estrecha carretera se convierte en un túnel verde avanzando junto a un riachuelo de aspecto romántico. El restaurante la Riera tiene gran fama. Estuve una vez: cocina francesa. De noche, sus pequeñas luces titilan entre la arboleda. La carretera se eleva hacia los ensimismados bosques de las Gavarres. Ya casi nadie explota los corchos de estos alcornoques que en el siglo XIX dieron lugar a la florenciente industria que abasteció a los embotelladores de vinos y champañas franceses hasta imponer el tapón de corcho como insustituible sello de los caldos de calidad. Pronto llegaremos al desvío del santuario de Els Ángels. Si sopla algo de tramontana, suban: el belvedere no puede ser más fastuoso. En verano, sin embargo, el paisaje está siempre velado por una impertinente calima. Mi abuela, en paz descanse, cocinaba, con menudillos de pollo, conejo y sepia, un arroz muy parecido al que se ofrece en la modesta hostería del santuario. Desciendan y regresen al cruce. Están ya en el bello pueblo de Madremanya. En mi infancia, era el más rústico y perdido del Empordà. Ahora pertenece al Gironès y exhibe un perfil casi toscano. Sobre una colina, las casas se arrebujan en torno a una iglesia de color galleta. Pasear por sus menudas calles tiene su gracia. Pero más atractivo es el conjunto visto desde la carretera. La elegancia del muro eclesiástico es rematada casi con ironía por un campanario pigmeo. Detalles como éste le recuerdan a uno que no está en Italia.

Regresaremos aquí para cenar. La carretera desciende entre bosques, campos de oro y olivares griegos. Tres o cuatro kilómetros más y ya estamos en la aldea de Millars. El alma se serena contemplando el delicioso valle en forma de plato y un castillo como de cuento. Desde Millars, por un camino sin asfalto, podrían acercarse a Púbol, donde está el castillo de Gala Dalí. Pero esta visita merece otra crónica. De nuevo en la carretera, llegaremos a Monells. Un exceso de estética, típicamente catalán, ha reconvertido esta imponente colección de arcos medievales en un relamido strip-tease pétreo. Podríamos seguir hasta Cruïlles, con su torre ciega, coronada por un olivo, y con su arcaico monasterio de Sant Miquel, y terminar la excursión en Sant Sadurní de l'Heura, cuyo nombre informa del incuestionado dominio vegetal. La tarde está declinando y regresaremos a Madremanya. No sin antes probar el césped del cementerio de Monells, donde es posible anticipar el plácido descanso ultraterreno. Hay que llegar al restaurante La Plaça de Madremanya con luz diurna para poder contemplar, durante el aperitivo, cómo se difumina el verde taciturno de los bosques. Se cena en el jardín: pocas voces, sutiles lámparas, afectuosa presencia de árboles y piedra. Acariciados los estómagos por la solvencia de la cocina y masajeada el alma por la delicadeza del lugar, tendrán la impresión de estar cenando en una película con final feliz.

Pere Duran
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