Monteseirín
Ser alcalde de Sevilla es posiblemente una de las tareas más difíciles que pueda acometer el ser humano. Hay que padecer de extraña alucinación, o de optimismo incurable, para intentarlo siquiera. En otras ciudades andaluzas ha habido, y aún hay, regidores que acaban siendo protegidos por una parte considerable de la ciudadanía. El destino ineluctable de los de Sevilla es quemarse vivos en la misma hoguera donde todo el que pasa echa su leño. El que tuvo una mayoría fácil, y regalada, como el que alcanzó la vara de mando en medio de fenomenal trifulca. Todos acaban siendo devorados por alguna de las furias duales de Sevilla.El alcalde Monteseirín, que desde el primer día ha sido señalado por tan poco amable designio, parece empeñado en desafiarlo. No en vano es una de las personas más incorregiblemente optimistas que conozco. Va para diez años lo acompañé en aquella impávida tarea de renovar el PSOE, y aunque a trancas y barrancas no hemos cejado en el empeño, a él no parece haberle afectado nunca la común dolencia del desánimo. Ha heredado de sus antecesores en el cargo no pocas y espantables hipotecas, como ese monumento a la megalomanía de otros al que llaman estadio (presuntamente) olímpico, y nada, él empeñado en conseguir los ansiados juegos. Ojalá tenga suerte, porque mucho nos va, a Sevilla y a buena parte de Andalucía. Le entregaron un urbanismo desastroso y desastrado por sucesivas rapiñas, y él se ha decidido por lo más difícil: adelantarse en diez años a la ciudad del futuro, intentando, al menos por una vez, que lo urgente no destruya a lo importante. Ya hay que ser intrépido. Con las mismas, ha superado esa vaga metafísica del Área Metropolitana, amarrando el consorcio del transporte; ha puesto en marcha el plan estratégico de desarrollo económico, que tan buenos resultados dio en ciudades como Barcelona o Valencia, que, eso sí, lo emprendieron a tiempo, cuando aquí los alcaldes se dedicaban a codearse con la rancia nobleza sevillana o a comprar periodistas. Se le echa encima otra sequía, y lo primero que hace es asegurar la conexión de la cuenca del Huesna, por lo que pueda ocurrir. Pero nada de eso se le computa al año de mandato. En cambio, le tocó en suerte la madrugá famosa, y a menos que los oscuros dioses de la fatalidad nos revelen sus causas, acabará teniendo él la culpa. Recogió también uno de los problemas más correosos con que se ha estrenado la postmodernidad, el de la movida, que tiene sin sueño a media ciudad y espantada a la otra media, y en cuanto se le ocurre patrocinar una buena alternativa en la costa occidental de La Cartuja, donde a nadie molesta -absolutamente a nadie- le salen los perros cimarrones de las alcantarillas. Incluso los que ya estaban de acuerdo, según oyen ladrar, se acobardan y huyen.
En suma, lo tiene todo tan en contra pero es tan inasequible al desaliento que, a diferencia de sus antecesores democráticos, que empezaron bien y acabaron mal, a lo mejor este Monteseirín es capaz de doblegar al hado fatídico. (Falta le hace a la ciudad un continuum duradero, para que cuaje algo, un mínimo modelo de estabilidad que nos evite el zarandeo de cada cuatro años). Y que su propio partido no le abandone en el momento decisivo, como ya hizo con otros.
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