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¿Existe una identidad europea?

¿Se ven a sí mismos los pueblos de Europa como "europeos" o no es más que una ficción que intenta transformar la geografía en un "estado mental"? Esta pregunta se plantea con frecuencia en relación con debates sobre el grado de soberanía que los Estados nacionales pueden, o deben, transferir a la Unión Europea. Muchos afirman que, si se relega la pertenencia nacional a un segundo plano con demasiada rapidez en favor de un concepto desconocido, tal vez quimérico, de pertenencia europea, puede que el final no sea feliz.Cuando me pregunto hasta qué punto me siento europeo y qué me vincula a Europa, mi primer pensamiento es una ligera sorpresa respecto al hecho de que sólo ahora reflexiono sobre este tema. ¿Por qué no pensé en ello hace años, en aquellos tiempos en que empezaba a descubrir el mundo? ¿Era porque consideraba mi pertenencia a Europa como una cuestión superficial, de escasa importancia? ¿O es que daba por sentada mi vinculación a Europa?

Todos mi antecedentes eran tan patentemente europeos que nunca se me pasó por la cabeza reflexionar sobre mis pensamientos. Y no sólo eso. Tengo la sensación de que habría hecho el ridículo si hubiese escrito o declarado que era europeo y me sentía europeo; o si hubiera manifestado explícitamente una orientación europea. Tales manifestaciones habrían parecido patéticas y pomposas; las habría considerado como una versión arrogante de la clase de patriotismo que me desagrada de los nacionalistas.

Al parecer, estas dudas las siente también la mayoría de los que han nacido en Europa: son tan intrínsecamente europeos que no son conscientes de ello. No se llaman a sí mismos europeos. Cuando se les pregunta en las encuestas de opinión, se muestran ligeramente sorprendidos por tener que proclamar de repente su pertenencia europea.

El europeísmo consciente tiene escasa tradición, así que celebro el hecho de que la conciencia europea esté emergiendo de entre la confusa masa de lo evidente. Al preguntarnos sobre ello, al pensar en ello, al intentar comprender su esencia, contribuimos a la conciencia que tenemos de nosotros mismos. Esto es enormemente importante, en especial, porque nos encontramos en un mundo multicultural y multipolar en el que reconocer la identidad de uno mismo es un requisito previo para coexistir con otras identidades.

Si, hasta hace poco tiempo, Europa prestó tan poca atención a su propia identidad se debió a que, equivocadamente, se veía a sí misma como si fuera el mundo entero o, al menos, se consideraba a sí misma como muy superior al resto del globo, de modo que no sentía ninguna necesidad de definirse a sí misma en relación con los demás. Inevitablemente, esto tuvo consecuencias perjudiciales para su funcionamiento práctico.

Reflexionar sobre el europeísmo significa preguntarse sobre el conjunto de valores, ideales y principios que caracterizan a Europa. Por definición, implica un análisis crítico de ese conjunto de pensamientos, seguido de la comprensión de que gran parte de las tradiciones, principios o valores europeos pueden tener un doble filo. Algunos -si se llevan demasiado lejos o se abusa de ellos en determinadas formas- pueden conducirnos al infierno.

En este esfuerzo de reflexión hay que resaltar la dimensión espiritual y los valores fundamentales de la integración europea. Hasta ahora, la unificación europea, y su significado dentro del contexto más amplio de civilización, ha quedado oculta detrás de cuestiones técnicas, económicas, financieras y administrativas.

Cuando se inició la unificación tras la II Guerra Mundial, la Europa occidental democrática tuvo que enfrentarse al recuerdo de los horrores de dos guerras mundiales y a la amenaza del dominio totalitario comunista. En aquel entonces era innecesario hablar de los valores a defender porque eran evidentes. Era necesario unir a Occidente para evitar que se extendiera la dictadura, así como el peligro de reincidir en los viejos conflictos nacionales.

Así pues, durante sus primeros balbuceos, la Unión Europea tenía, en gran medida, la misma actitud que yo tenía respecto a mis antecedentes europeos. La justificación moral de Europa era evidente: no era necesario ponerla de manifiesto. Dado que Europa occidental también defendía algo evidente, no era necesario describirlo o analizarlo. Hasta que hace una década desapareció la amenaza física que pesaba contra ella, Europa no se animó a abordar una profunda reflexión sobre los fundamentos morales y espirituales de su unificación y sobre cuáles debían ser los objetivos de una Europa unida.

A mi modo de ver, el conjunto básico de valores europeos formado por la historia espiritual y política del continente está claro. Consiste en respetar las libertades únicas del ser humano y de la humanidad, sus derechos y su dignidad; el principio de solidaridad; el Estado de derecho y la igualdad ante la ley; la protección de las minorías; las instituciones democráticas; la separación entre los poderes legislativo, ejecutivo y judicial; el pluralismo político, el respeto de la propiedad y de la empresa privadas; una economía de mercado, y la promoción de la sociedad civil. Estos valores reflejan innumerables experiencias europeas modernas, incluido el hecho de que, en la actualidad, nuestro continente es una encrucijada multicultural.

A la hora de definir lo que significa ser "europeo", una tarea crucial es reflexionar sobre la naturaleza de doble filo de aquello que hemos aportado al mundo para darnos cuenta de que Europa no sólo le enseñó los derechos humanos sino que también introdujo el Holocausto; de que generamos impulsos espirituales no sólo para las revoluciones industrial y de la información sino también para saquear y contaminar la naturaleza, y de que alentamos el progreso de la ciencia y de la tecnología, pero asimismo borramos implacablemente experiencias humanas esenciales forjadas a lo largo de varios milenios.

Los peores acontecimientos del siglo XX -guerras mundiales, fascismo y totalitarismo comunista- se debieron en su mayoría a Europa. Sin embargo, durante la última centuria, Europa también experimentó tres acontecimientos prometedores, aunque no todos fueron logros exclusivamente europeos: el final del colonialismo, la caída del telón de acero y el principio de la integración europea.

Tenemos por delante una cuarta gran tarea. Una Europa unificada debe demostrar, mediante su forma de ser, que los peligros generados por su contradictoria civilización pueden ser combatidos. Me sentiré feliz si los ciudadanos de mi país, que son europeos, pueden participar en este proceso de reflexión, de definición de una identidad europea, como europeos plenamente reconocidos por Europa.

Václav Havel es presidente de la República Checa. © Project Syndicate.

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