Cuando la ley se impone a la generosidad
Francisca viajó a Tánger a interesarse por Hassan. La última vez que se vieron,
ella fue multada con 250.000 pesetas por
ayudarle a sobrevivir sin papeles en Tarifa
-Oiga, Francisca, ¿y si nos vamos mañana a buscar a Hassan?La pregunta queda en el aire de Tarifa, que hoy, miércoles por la tarde, es de poniente. Antes de escuchar la respuesta, será bueno saber quién es Hassan y quién Francisca, cuál es la historia que los une y cuál el mar que los separa.
Hace ahora tres veranos, un marroquí llamado Hassan Ouardi llegó a Tánger después de un día de viaje por las destartaladas carreteras de Marruecos. Venía de Fkih Ben Salah, su aldea, enclavada en pleno Atlas, muy cerca de donde habita el pueblo bereber, la raza más antigua y numerosa de las que pueblan el África septentrional. Allí había dejado Hassan a sus ancianos padres y a sus seis hermanos, todos más jóvenes que él. Al partir, el mayor de los Ouardi, de 26 años, dio cuatro besos a cada uno y prometió escribir. Ya en Tánger, Hassan vagabundeó por las cercanías del puerto acariciando la idea de cruzar el Estrecho para ir a reunirse con unos primos suyos que viven en Italia. Escuchó las ofertas de las mafias de la emigración -más de 200.000 pesetas por jugarse la vida en una de las pateras azules que zarpan cada noche hacia Tarifa-, pero las descartó inmediatamente. Tenía un motivo muy poderoso: sus bolsillos sólo escondían 384 dirhams, toda su fortuna, unas 5.000 pesetas. Así que esperó. Lo hizo hasta que consiguió colarse entre los ejes y las ruedas de un camión que guardaba cola para entrar en el transbordador que cubre la línea Tánger-Algeciras. Allí se quedó hasta que, ya de noche, el vehículo arribó a la explanada del puerto español. Antes de que los agentes de la Guardia Civil azuzaran a sus perros para que olisquearan algo clandestino -hachís, inmigrantes-, Hassan Ouardi consiguió escabullirse sin ser advertido. Se puso a caminar sin rumbo fijo hacia donde le dictó su intuición. Anduvo toda la noche.
Francisca tiene cuatro hijos: dos chavales de su anterior matrimonio y dos niñas de su actual compañero, un alemán de nombre Dirk y al que ella llama Diego, porque es más fácil de pronunciar. Francisca Gil García tiene 37 años y trabaja en el Centro de Salvamento Marítimo de Tarifa. Desde la atalaya que controla los barcos que entran y salen del Mediterráneo, Francisca ha visto los apuros de muchos inmigrantes en su intento desesperado por alcanzar la orilla española, el fracaso definitivo de tantos que dejaron su vida en el empeño, la desilusión de todos aquellos -4.295 en los últimos seis meses- que fueron atrapados por la policía cuando ya habían hecho lo más difícil: reunir un dineral para pagar a los traficantes de hombres y cruzar el Estrecho sin naufragar. Francisca también ha visto -¿y quién no en Tarifa?- los cadáveres rígidos en las playas, los zapatos nuevos -recién comprados para la aventura- de los que no consiguieron escapar al oleaje.
"Así que, cuando lo vi andando por la carretera , decidí pararme y preguntarle si necesitaba algo". Dice ella que pensó para sí: "Es hora de que me complique la vida". Lo que entonces no sabía y ya sí era la magnitud de la complicación.
Francisca Gil y Dirk Hell se bajaron de su Citröen BX y le preguntaron a Hassan Ouardi si necesitaba algo. Él les dijo que sí con sus grandes ojos negros. Lo hizo en el lenguaje de las señas, porque sólo habla árabe, nada de español y muy poco de francés. Le dieron cobijo en su casa de campo, muy cerca de Facinas, un pueblo blanco recostado en las faldas de una montaña. Le quitaron de encima el susto y el hambre, también le prestaron una manta para que se protegiera durante la noche de la humedad del Estrecho. Un mes después, Hassan ya estaba listo para partir hacia Italia. Francisca había removido cielo y tierra para que el marroquí se pusiera en contacto con sus familiares y pudiera remontar el vuelo. Así que la madrugada del 16 de septiembre de 1997 Dirk se acercó en su motocicleta a la casa de campo, recogió a Hassan -con el casco puesto nadie sospecharía de que se trataba de un inmigrante- y se dispuso a entregárselo a unos familiares recién llegados de Marruecos y que lo acompañarían hasta Italia. La noche se torció cuando Francisca decidió ir a despedirlo. Inexperta al volante, se puso muy nerviosa al percatarse de la presencia de una pareja de la Guardia Civil junto a la gasolinera de Tarifa. Hizo una maniobra extraña y los agentes pensaron que algo raro estaba pasando: un asunto de drogas quizá. Así que se echaron sobre los sospechosos y los inmovilizaron con grilletes: a ella, a Dirk y también al marroquí sin papeles. Pasaron toda la noche en el cuartelillo de Tarifa: "Hassan me miraba con una cara de pena...".
A la mañana siguiente, el juez comprobó que no había nada de drogas por medio y que tampoco Francisca y Dirk daban el perfil de los traficantes de hombres. Así que puso a la pareja en libertad, mandó a Hassan de vuelta hacia su país y sobreseyó el caso. La sorpresa llegó sólo unos días después y con membrete de la Subdelegación del Gobierno en Cádiz. Se imponía una multa de 250.000 pesetas a Francisca Gil por auxiliar a "un súbdito marroquí indocumentado y en situación de ilegalidad en España". De nada sirvieron dos años de recursos. Hace sólo una semana, el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía confirmó la sanción. Según la sentencia, la conducta de Francisca "no fue casual y fortuita, sino incardinada a prestar colaboración al extranjero". Sí, textualmente, "colaboración con un extranjero". El escritor Justo Navarro quiere hacer hincapié en la expresión: "Es un lenguaje de guerra contra la colaboracionista. Francisca Gil quería ayudar a extranjeros que pretenden robar el mar, como diría un chino cantonés [robar el mar le llaman en cantonés al acto de emigrar para buscar dinero lejos]".
Hace ya tres años que Hassan quiso robar el mar y no pudo. El mismo tiempo que Francisca se lleva culpando de haber atraído la atención de los guardias civiles. Sentada en su casa de Tarifa, jurando que volvería a hacerlo si se presentara la ocasión, la mujer escucha con sorpresa la propuesta.
-Y entonces, Francisca, ¿nos vamos mañana a buscar a Hassan?
Dice que sí. Ya el jueves, en el barco de pasajeros, cuenta que Hassan no volvió a su aldea del Atlas, que se quedó en Tánger. Lo sabe por las cartas que el marroquí le manda de vez en cuando, escritas con caligrafía infantil, en un francés mal aprendido en la escuela. El transbordador rápido apenas emplea media hora en llegar a las costas de África. Media hora y algo más de 3.000 pesetas en salvar la barrera de agua que separa un continente de otro. ¡Qué diferencia de precio con las tarifas de los traficantes de hombres, de 200.000 a 400.000 pesetas por adelantado a cambio de un peligroso viaje en patera sin derecho siquiera a un chaleco salvavidas, a una mala bengala que grite auxilio en caso de naufragio! Es el precio de no tener papeles.
Al atardecer del jueves, desde el fondo de un garaje de las afueras de Tánger, en un barrio lleno de niños que juegan al fútbol y calles sin asfaltar, aparece la sonrisa de Hassan, su sorpresa al reconocer, tanto tiempo después, el rostro de Francisca. Agradece la visita. Cuenta que el tiempo en Tánger sigue detenido, que ahora trabaja de eventual -hoy sí, mañana quizá- en las obras de un hotel. Se pone su mejor camisa y pasea por la playa junto a la mujer que alimentó su esperanza. Acierta a preguntarle por sus hijos, también por Dirk. Si el Estrecho fuese de verdad una calle de agua entre Tánger y Tarifa -dos ciudades blancas azotadas por el mismo viento-, éste sería un diálogo entre vecinos: hoy ha venido Francisca y mañana Hassan devolvería la visita. Pero no. Aquí la ley se interpone a la generosidad.
Francisca sabe que no está sola. De un tiempo a esta parte, muchos vecinos de Tarifa, de Algeciras, de La Línea, de Zahara de los Atunes, se están colocando discretamente del lado de sus vecinos de enfrente. Ahí está Algeciras Acoge, Cáritas o el cura Andrés. Y gente que no ha pisado nunca el atrio de una iglesia. Hay quien se ha dedicado como el artista José Luis Tirado a filmar los zapatos abandonados en la playa por los inmigrantes en su huida, o quien ha ido recogiendo la ropa vieja de los inmigrantes para hacer un tapiz, arte del sufrimiento. También hay gente que desde un despacho oficial ha proclamado alto y claro, como José Chamizo, defensor del pueblo andaluz, que "no se puede perseguir la solidaridad. La gente intenta ayudar a las personas que van buscando una vida más digna. Esto no se puede confundir nunca con redes organizadas que engañan a los inmigrantes".
El miércoles por la mañana, un cartero depositó en el buzón de Francisca Gil una carta dirigida a "la mujer que ayuda al inmigrante". No hicieron falta más señas para que la carta llegara. Dentro estaba la contribución desinteresada y modesta de un jubilado para pagar la multa. ¿Le multarán también a él? ¿Tomará el subdelegado del Gobierno medidas contra el cartero que colaboró con la solidaridad? Incluso hay quien se siente preocupado por la presión policial, personas que le ha dicho al cura Andrés, el párroco de la barriada de Pescadores: "¡Ten cuidado, que te vigilan!". Algún agente celoso se apostó frente a su casa y fotografió su coche por si transportaba inmigrantes. Pero él prefiere acogerse a la versión gaditana de las bienaventuranzas: "Tuve hambre y me diste de comer, estuve en el talego y viniste a visitarme".
Nueve de la noche. El barco está a punto de regresar a Tarifa. Hassan promete a Francisca: "Quiero volver y voy a volver, pero lo haré con papeles, cuando no tenga que jugarme la vida; no como ilegal". Ella le corrige: "Ninguna ley puede convertir a ningún hombre en ilegal".
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.