El enterrador
Puede que pocos oficios desarrollen tanto la capacidad del hombre de racionalizar su existencia como el de enterrador. Quien presta ese peculiar servicio a la sociedad contempla varias veces al día cómo todos los problemas, las ilusiones, las penas y alegrías de un ser humano acaban en el fondo de un agujero envueltas en una caja de pino. Esa constatación cotidiana de lo efímero e insignificante de nuestra mortal condición les proporciona un punto de escepticismo e incrementa su sentido práctico de la vida.Ello no quiere decir que tan peculiar trabajo les convierta en seres insensibles al dolor ajeno y, desde luego, mucho menos al propio. El desgarro de aquel enterrador de la copla llamado Juan Simón, que venía del camposanto de enterrar su corazón, es perfectamente compatible con una especial tendencia a objetivarlo todo. Esto que les digo viene a cuento por la impresión que me produjo escuchar la forma en que se expresaba Juan Carlos Molina, uno de los sepultureros del cementerio de Carabanchel Bajo. Él se pronunciaba, a preguntas de los periodistas, sobre la ola de actos vandálicos que asuela desde hace meses aquella sacramental. Esta actividad nocturna y alevosa lleva cosechadas decenas de millones de pesetas en cruces, lápidas y otros elementos funerarios que resultan destrozados. No se sorprendía el enterrador de que en una sociedad como la nuestra, con carencias educacionales apabullantes y donde la juerga bañada en alcohol goza incluso de un cierto prestigio social, puedan ocurrir sucesos de esa naturaleza.
Describía por ello con toda naturalidad el proceder de un sector especialmente cutre de la alegre muchachada que escoge los cementerios como escenario idóneo para sus desenfrenos. Decía el sepulturero que, en un principio, estos jóvenes acudían a las necrópolis para disfrutar de la tranquilidad, el silencio y, por supuesto, el morbo que les proporciona la quietud de sus habituales inquilinos. Allí iniciaban sus bacanales etílicas y, cuando llegaban al punto de ebullición en que otros beodos menos nocivos suelen pasar de la exaltación de la amistad y los cantos regionales a proferir insultos al clero y al ejército, ellos se liaban la manta a la cabeza y cargaban contra las cruces y las tumbas. En su exposición de los hechos, pudo el enterrador trufar alguna teoría sobre supuestos ritos satánicos o magia negra que habría adornado el relato ante los periodistas, pero la enorme sapiencia que atesora le permitió concluir con absoluta rotundidad que los autores de aquello eran simplemente "unos mierdas". El acierto de que hacía gala alcanzó niveles superlativos al exponer alguna de las recetas que sus colegas y él tienen pensado aplicar por su cuenta y riesgo el día que cacen a algún profanador de tumbas con las manos en la masa. Nada de sanciones ni multas, para ellos habrá un castigo ejemplar: el que caiga en sus redes pasará la noche en el fondo de una sepultura. Aunque ellos no han gozado todavía de la oportunidad de aplicar el correctivo a ningún violador del descanso eterno, tienen noticias contrastadas que certifican su eficacia. Y cuenta don Juan Carlos el caso de un fornido muchacho al que pillaron en otro cementerio mientras se lo pasaba bomba machacando las lápidas. Al principio, según parece, hasta se puso gallito y tachó de "pringaos" a quienes custodiaban las sepulturas, pero fue bajando los humos cuando le dijeron que aquella noche dormiría bajo techado en el interior de un nicho. No fue necesario esperar hasta el amanecer para obtener resultados; bastaron unos minutos de estancia en aquel estrecho habitáculo para suplicar el perdón y jurar por todos los santos que nunca más volvería a perturbar el descanso de los difuntos. Según los sepultureros, de la sinceridad de aquel juramento dio cumplida cuenta el olor que desprendía el mocetón arrepentido, ya que en ese corto espacio de tiempo se había hecho de todo en los pantalones.
No digo yo que haya que someter a una sesión de Nosferatu a todo aquel que cometa una barrabasada de este tipo, pero resulta evidente que los correctivos ejemplarizantes escuecen más en los llamados delitos menores que las multas que terminan pagando personas ajenas al estropicio o las condenas virtuales de privación de libertad que nunca se cumplen. Es el caso de los que pintan fachadas, ensucian las calles o pegan fuego al mobiliario urbano. Nada como una fregona, una escoba, un mono de trabajo y que se dejen las uñas reparando el daño causado. Algo que rebaje, como el nicho, tanta euforia destructora. El enterrador es un sabio.
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