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Teselas

LUIS DANIEL IZPIZUA

En una proposición hay tanto como hay detrás de ella, escribe Ludwig Wittgenstein. Lo mismo podríamos afirmar de un texto o de un discurso, que hay tanto o más detrás de lo que enuncian que en lo enunciado mismo. O de la suma de discursos. Una tesela es cada una de las piezas que componen un mosaico. Podríamos decir que un gen es una tesela de ese mosaico que somos. Podríamos decir también que nuestras proposiciones o nuestros discursos son igualmente teselas del mosaico que conformamos: de lo que pretendemos ser y de lo que en realidad somos. Si los genes encierran la verdad de nuestra finitud y nos la imponen como enfermedad por debajo de la ilusión de durar que conlleva el estar vivo, los discursos se nos presentan como síndromes de una naturaleza que a duras penas nos gusta reconocer.

Existe, para empezar, uno al que yo denomino "síndrome de Salomón". Abunda entre nosotros y lo mismo podríamos llamarlo síndrome de la pureza incombustible. Quienes lo padecen tratan de ocupar siempre un lugar de soberana imparcialidad, equidistante en todo momento entre dos polos en cuya existencia les va la vida. Ellos siempre necesitan esos dos polos para poder así sentarse en su no lugar seráfico. Y si no existen se los inventan, cuidándose muy bien de ocultar que su ubicación celeste coincide con intereses bien terrenos que rara vez formulan. Condenan por ejemplo, como en un reciente manifiesto, la kale borroka y el terrorismo, pero a continuación se encargan de contraponerles una actuación política que en ningún caso les puede ser equiparable. De esta forma consiguen banalizar el terror y, en inevitable correspondencia, desautorizar la crítica, uno de los fundamentos de la sociedad democrática que ellos dicen defender con ahínco. En realidad, se olvidan de la prueba de la espada, que fue la que utilizó Salomón para dirimir la polaridad de las dos madres. Nuestros salomones, en cambio, ven correr la sangre del niño y se conforman con un aspaviento. Lo que les interesa de verdad es el trono.

Un segundo síndrome que abunda es el que yo denominaré "síndrome del virus inocente". Lo padecen quienes, siendo agentes activos o pasivos del mal, huyen de él señalando a otros y portándolo consigo dondequiera que van. Es esa clase de gente que exhibe siempre sus credenciales en regla desde tiempos de Noé a diferencia de otros y las utiliza para descalificar a quienes sí están en regla en un compromiso actual frente a la irracionalidad y la violencia. En realidad, llevan desempeñando ese papel desde tiempos de Noé. O son también esos progenitores que sacan a sus hijos de lugares que consideran envenenados, sin querer darse cuenta de que son sus propios hijos los que los han envenenado y sin preguntarse por la parte de responsabilidad que les corresponde a ellos. Naturalmente, llevan a sus hijos a otro lugar que también acabarán envenenando, y así de sitio en sitio hasta que alguien apague la luz.

Si el tiempo es flujo, hay quienes se resisten con todas sus fuerzas a admitirlo. Díganles que se sienten agredidos injustamente y les responderán que lo mismo le ocurre a su abuelo. Su abuelo, por supuesto, murió hace cuarenta años, pero a ellos les da lo mismo. El tiempo para ellos es un punto nodal de dimensión variable a conveniencia y que sirve de coartada a su irresponsabilidad moral. Llamaremos a esta dolencia "síndrome del tiempo inmóvil". Los que lo padecen exorcizan el ahora y su mala conciencia con un antes y un después, aunque el antes sea discutible y el después resulte hipotético. Ellos siempre se lavan las manos en la bacinilla antero-posterior. Hábleles del último atentado y le responderán con la guerra de Cuba. O con la de las galaxias.

Hay, por supuesto, más teselas, más síndromes que configuran el genoma de la pequeña vida irresponsable. Somos demasiado frágiles para responder con la entereza moral necesaria a los embates de la crueldad. Cuando la crueldad se enquista y nos obliga a convivir con ella, recurrimos a una falsa entereza que intenta enmascarar toda debilidad y evitar todo riesgo: nuestras palabras tratan de ocultar nuestra vileza y construimos una sociedad enferma. Si la lectura del genoma humano abre nuevas expectativas para nuestra salud, nuestra salud social requiere de un primer fármaco sin el que no hay curación posible: el reconocimiento de lo enfermos que estamos.

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