70 medidas
A lo peor es que no he entendido muy bien las 70 medidas que ayer irrumpieron en el Congreso, pero ante el variopinto ramillete de respuestas suscitadas empiezo a sacar algunas conclusiones. Una, y reafirmada la oposición del gobierno catalán a que se liberalicen los horarios comerciales, es que CiU sí sale en defensa de su clientela de botiguers porque le conviene y porque "se cree" la autonomía, e interpreta que el gobierno central está invadiendo un territorio de competencias que les corresponde. En cambio, aquí se ha montado un curioso rifirrafe entre agrupaciones gremiales (primero firman un acuerdo con la Administración y luego emiten un comunicado de protesta), al que quizá no sea ajena la estrepitosa desaparición de Unión Valenciana ¿Se acuerdan de aquel partido que siempre se proclamó defensor de la esencia mercantil mediterránea, ahora amparada por el Colegio de Farmacéuticos?También se deduce que nuestras autoridades poseen una curiosa forma de interpretar los datos y de aguzar los oídos hasta percibir un clamor popular que verdaderamente no existe. Los sindicatos de dependientes de comercio no pueden estar de acuerdo por razones obvias. Pero es que según las encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas más de un 70% de los ciudadanos ni compra ni piensa comprar jamás en domingo o festivo. Pese a lo cual, y en un alarde de munificencia, Rato va a "permitir" que las tienditas permanezcan con la persiana alzada las 24 horas al día, cosa que sus propietarios, obviamente, tampoco quieren ni pueden hacer.
Y una tercera, aunque no la menos importante, es el descubrimiento (ya constatado por Manolo Jardí) de una nueva ley económica de la cual se infiere que la lectura no sólo convierte en agua los sesos, sino que también dispara la inflación; ergo: malbaratando los libros, y también los de texto, podremos compensar un IPC engordado por los hidrocarburos. Así, la esplendidez del decreto permitirá a los libreros realizar "el descuento que quieran". Cómo será la cosa de grave que hasta importantes editores como Lara, no directamente perjudicados, se imaginan un futuro de best-sellers en grandes superficies, una muerte segura para más de 1.500 librerías, y un panorama desolador para los libros y la cultura. Porque efectivamente, cuando falten esos puntos de venta, ¿quién ofrecerá libros de poesía? ¿Cómo se dará salida a la producción editorial de calidad, o en lenguas minoritarias?
Francamente, no me imagino a la cajera del hipermercado aconsejándome sobre las lecturas de verano de 2º de ESO o presentándome lo último de Bromera, Aguaclara o Tándem.
Francia y Portugal tuvieron que dar marcha atrás y en Inglaterra se han encontrado con que la libertad ha sido en realidad una impostura: los precios de los libros superan al índice general.
En cuanto a las familias, parece obvio que aspiramos a la gratuidad de los libros de texto (más necesaria cuanto más cicateras van siendo las becas), y que ello no tiene por qué ir en perjuicio de las editoriales y librerías. De éstas esperamos entiendan también la conveniencia de que esos volúmenes puedan ser reutilizados, y que la reclamada creación de bibliotecas en barrios, centros y aulas no sólo no va en detrimento de las ventas, sino que puede ayudar a crear una red de adictos lo suficientemente tupida para que ningún liberalizador nos meta, a todos, más goles por decreto.
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