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Los timadores

Cualquiera que haya estado en Nueva York habrá visto lo fácil que es evitar que te time un taxista: sales del aeropuerto, te pones en la cola de la parada y, cuando llega tu turno, una inspectora te pregunta dónde vas, mira una tabla de tarifas y te da un papel en el que ha escrito el importe que tienen que cobrarte. Así de sencillo.En Madrid eso no se hace y el resultado es que a los turistas les cobran veinte mil pesetas por una carrera que vale dos o tres mil, les pasan por Atocha para ir desde Barajas a la calle Alberto Aguilera, les devuelven mal el cambio, les cobran mil duros por meter una bolsa de deporte en el maletero y otras canalladas por el estilo. La primera cosa que algunos ven de España es a un tramposo.

Aquí, el Ayuntamiento, que recibe cada mes cientos de denuncias contra estos taxistas "que por su afición a dejar secos a los pasajeros casi son, más bien, taxidermistas", ha decidido sacar a la calle un grupo de policías municipales cuya misión es desenmascararlos y, si hay suerte, hacer que les quiten su licencia. Los agentes, sin uniforme, se camuflarán entre los pasajeros, vigilarán los fraudes y, de vez en cuando, se montarán de incógnito en los taxis para pescar a los estafadores con las manos en la masa.

Me sigue pareciendo más eficaz y menos complicado el método neoyorquino, pero cualquier cosa es mejor que la impunidad casi absoluta con que esa gente se había dedicado, hasta ahora, a desplumar alemanes, nacionales de la Unión India o finlandeses en medio de la vía pública. Qué tipos, estos caníbales siempre dispuestos a comerse cruda la cartera de sus semejantes.

Personalmente, creo que esta clase de personas está entre lo peor de la ciudad, todos estos pequeños rufianes que engañan a sus clientes y avergüenzan a sus camaradas honrados; esa plaga de taxistas, camareros, dependientes o cobradores que transforma unas vacaciones en un infierno, unos días de placer en una odisea.

Recuerdo algunas anécdotas delatadoras de cómo son esos individuos. En Madrid, en los años en que iba a todas partes con mi maestro Rafael Alberti, me fijé en algo que nos ocurría con cierta frecuencia: una mañana entraba yo solo en un restaurante o en una cafetería, tomaba, por ejemplo, un gazpacho, un filete y un postre y me cobraban mil pesetas; dos días más tarde regresaba con Rafael, tomábamos lo mismo y en lugar de dos mil, nos cobraban tres mil. "Debe ser el plus de famoso", decía él, con cierta resignación y prohibiéndome que me quejara al encargado. Tal vez para compensar, en otra ocasión, en México DF, me ocurrió justo lo contrario: cogí un taxi en Coyoacán, negocié el precio con el conductor y cuando, a mitad del trayecto, le dije que iba a casa de Octavio Paz, me gritó: "¡Pero y por qué no lo dijo antes! Entonces son la mitad de pesos...".

Atracar a un extranjero, y quizá ahuyentarlo para siempre, es un delito terrible que deja secuelas también terribles: los extranjeros "son" la ciudad; los ojos del visitante siempre son los más puros, los más dispuestos a ser conquistados y sorprendidos, los que contribuyen de forma definitiva a construir el mito de un lugar y a mantenerlo vivo entre los escombros, brillante bajo la capa de vulgaridad que nuestra edad del plástico arroja sin cesar sobre su propia belleza. Una ciudad no puede nunca ser más hermosa que cuando es recordada a diez mil kilómetros, al otro lado de un océano, desde una casa de otro continente. Cada extranjero que no regresa es una parte de la ciudad que se vuelve invisible.

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Ojalá que los policías municipales encargados de pararle el motor al fraude de los taxis hagan bien su trabajo, tengan buena fortuna y echen a la calle a esos chóferes sin escrúpulos que afean al mismo tiempo su profesión y nuestra ciudad. A muchos nos parecería una victoria extraordinaria.

"Tú, luna de los taxis retrasados", escribió Alberti después de mirar el cielo nocturno de Madrid, en 1926 o 1927. Ahora, sería estupendo que un gran poeta de este otro siglo volviera a su país tras unas vacaciones, cerrase los ojos, recordara nuestra ciudad, encendiera su ordenador y escribiese: "¡Oh divina Madrid de los taxis honestos!", o algo por el estilo.

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