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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Amanecer coreano

Razonablemente no cabía esperar más de la histórica cita en la que las dos Coreas han puesto los cimientos de su reconciliación y eventual reunificación tras 55 años de cerrada hostilidad. Nunca antes las mitades de la explosiva península rota tras la Segunda Guerra Mundial se han acercado tanto al comienzo de una relación civilizada, mérito que fundamentalmente cabe atribuir a los dos Kim reunidos en Pyongyang. La cumbre de la capital norcoreana se ha desarrollado en un clima de cordialidad que nadie vaticinaba. Parte importante se debe a que, contra todo pronóstico, el líder norcoreano, Kim Jong-il, proclive a la clandestinidad, ha mostrado una actitud abierta y cooperadora. El cambio del guión norcoreano sugiere que la dictadura comunista, sitiada por el hambre y la ruina industrial, comienza a entender la imposibilidad de mantener su aislamiento internacional. El reciente viaje a Pekín de su jefe supremo y la próxima visita de Putin parecen confirmar este cambio alentador en uno de los regímenes más opacos y opresores del mundo para con sus súbditos.El acuerdo de Pyongyang, recibido en Seúl como un triunfo del presidente Kim Dae-jung, es más una declaración de principios que un detallado itinerario hacia el futuro. Pero su importancia no puede subestimarse. Los líderes coreanos han acordado, entre otras cosas, trabajar para liquidar medio siglo de conflicto, permitir la reunión de familias separadas durante décadas por unas fronteras selladas tras la guerra o promover la salvadora inversión surcoreana en el norte estalinista. Y mantendrán otra reunión en la cumbre, esta vez con visita a Seúl de Kim Jong-il, a la primera oportunidad. Es cierto que por dos veces, en 1972 y 1991, las dos Coreas hicieron amagos de reconciliación. Pero ni las circunstancias mundiales eran las mismas que ahora ni aquéllos fueron refrendados por sus líderes supremos. Algunos de los aspectos prácticos del clima de Pyongyang podrían comenzar a notarse de inmediato: las ansiadas reuniones familiares, previstas para el próximo mes de agosto, o la posibilidad de que ambas Coreas concurran juntas a los JJ OO de Sydney. Los avances, si se producen, darán la medida del compromiso.

Que ambos mandatarios hayan eludido temas como la histórica demanda norcoreana de que EEUU retire sus 37.000 soldados del sur o la suspensión por el norte de su amenazador programa de misiles de largo alcance resulta no sólo lógico, sino probablemente oportuno. Tiempo habrá para las cuestiones críticas si los dos Gobiernos son capaces en el futuro inmediato de dar algunos pasos hacia la confianza mutua. Algo que en el caso surcoreano no debería ser difícil, pero que resulta mucho más complicado para su vecino del norte. La autoridad de Kim Jong-il es básicamente heredada y depende del prestigio interior del padre muerto. Modificar la ideología oficial de un régimen basado en un concepto desastroso de autosuficiencia no será probablemente fácil, asumiendo que efectivamente exista esa voluntad de cambio.

En cualquier caso, la rebaja de la tensión intercoreana -la frontera más armada del mundo- sólo se producirá con el apoyo efectivo de las partes más interesadas, desde EE UU hasta Japón, desde China hasta Rusia. Los signos son alentadores tras la cumbre. Una relación menos crispada entre Seúl y Pyongyang repercutiría no sólo en el complejo juego multipolar del sureste asiático, sino en el conjunto de la estabilidad mundial. A la postre, el pretexto principal del tan debatido escudo antimisiles que pretende Washington reside precisamente en el carácter militarista e impredecible del régimen norcoreano. Si ese factor cambia, otros podrían también hacerlo. Para bien de todos.

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