La escolarización a palos
Llevar a los hijos a un instituto público para cursar la Enseñanza Secundaria o el Bachillerato ha venido siendo hasta ahora, con más o menos dificultades, en mejores o peores condiciones, una opción posible. Pero los tiempos cambian que es una barbaridad y para el curso próximo, nuestras autoridades académicas han decidido literalmente echar la casa por la ventana, es decir, derribarla. No de otra forma se pueden entender las instrucciones para la escolarización del curso próximo que son la negación de la sociedad abierta. Más bien, parecen perpetradas por sus más genuinos enemigos.¿Cuáles son las razones de este despropósito? La verdad es que la confusión reinante no deja avanzar por el camino de las hipótesis racionalistas, sino que antes bien hay que considerar factores pasionales, ideológicos y, sobre todo, la gran ineptitud que acompaña al desprecio de lo propio, en este caso, de la escuela pública, la de todos.
Siempre supimos que la cantinela mil veces repetida sobre la sagrada libertad a elegir centros por parte de las familias, encubría la libertad de selección de alumnos por parte de los centros de titularidad privada. Pero, si había alguna duda, este año ha quedado claro que esta libertad sólo existe para optar por un centro concertado, no por un centro público, ya que, el consejero Tarancón ha reducido drásticamente la oferta de plazas de los centros públicos de Secundaria, sea cual sea la capacidad, la plantilla de profesores o la demanda de la escolarización de los mismos.
Todo ello sin solicitar de los directores de los centros sus pertinentes y cualificados informes sobre las necesidades reales de escolarización de su zona y centro, sin encuestas a los alumnos sobre dónde y qué estudios desean continuar y suponiendo, además, como reales la existencia de centros públicos que ni siquiera disponen de solar.
Si las condiciones son un indicador fiable de la ausencia de ideas claras y distintas, deberíamos deducir que el caos y la confusión se han apoderado de los gestores educativos, cuyas normas están dictadas desde la más absoluta falta de respeto a las libertades y derechos individuales, como el de las familias a dirigirse a los centros de su elección, e impiden la libre circulación de las personas, puesto que declaran inexistente la llamada oferta pública general, es decir, la que hasta ahora había para todos aquellos que se quieren incorporar a un centro público, porque se han trasladado de domicilio, vienen de un colegio que no es de la zona, sus padres se han separado, etcétera, es decir, desde las mil y una circunstancias que una sociedad moderna produce de forma habitual.
Así, el consejero Tarancón ha decidido manu militari fijar a cada alumno y alumna el centro donde debe estudiar y, si no les gusta, dada la estricta falta de cumplimiento de sus propios compromisos y el extravagante mapa escolar que confeccionaron en contra de la más mínima y rigurosa empírica, pues que vayan a la enseñanza concertada o a la privada pura y dura, si es que queda alguna sin concertar, dado el afán redistribuidor entre los afines por credo de nuestro arrojado consejero.
Es cierto que hay centros que las familias no solicitan porque tienen mala imagen, accesos inseguros, edificios ruinosos, altos índices de conflictividad. Pero la solución no es alterar la realidad, según los deseos de una minoría, sino haber realizado las oportunas obras y la inversión necesaria, para cambiar la percepción que de estos centros tiene la opinión pública y convencer así a las familias. La capacidad de adelantarse a los problemas y la prudencia son muy necesarios en los gobernantes.
Pero no parece que estas virtudes adornen al consejero Tarancón. Es más, conociendo sus elementales pero firmes convicciones, debe haber hecho el siguiente cálculo: si no dejamos que la gente acuda en la medida de sus deseos a los centros públicos, forzaremos a que las familias se dirijan a la privada concertada, demostrando así que esta red -de titularidad privada, a pesar de estar sostenida con fondos públicos- es igual o más deseada que la pública. Pero esta astuta maniobra puede tener también los siguientes efectos: centros públicos con fuerte demanda semivacíos, profesorado que no tiene trabajo y hay que recolocar, y fuertes aumentos de las subvenciones a centros privados. Es decir, gasto, derroche y dilapidación de los recursos públicos.
Además, está claro ya que los gestores del PP no piensan construir nuevos centros. Confían en que, al final de la corrida, la fuerte reducción de la natalidad los salvará por los pelos, sin tener en cuenta que las grandes concentraciones urbanas de la Comunidad Valenciana continúan teniendo un importante dinamismo demográfico, sobre todo en algunas zonas como Valencia (concretamente en el Pau de Francia, Benimaclet, Ademuz, El Campus de los Naranjos, Patraix, etcétera), Alicante, Castellón, Elda, Elche, y todo lo que son conurbaciones en continua expansión.
A todo ello hay que sumar el desprecio a lo público y la ineptitud del equipo de Tarancón, sumido durante largas épocas en la más total paralización para luego irrumpir como un toro desbocado sin sentido común ni reflexión ni estudio. En el caso que nos ocupa, la Inspección educativa, sin duda, es uno de los principales responsables de este drama; heredera de una organización clientelar que ideó, sin escuchar muchas voces de su entorno, Cipriano Ciscar y que los populares han perfeccionado hasta extremos inconcebibles, ha perdido, salvo honrosas excepciones, su imagen y su esencia de ente administrativo autónomo y profesional.
Enmiéndese, por tanto, lo que se ha hecho. Permítase a los centros escolarizar en función de la demanda que puedan absorber. Constrúyanse, como mínimo, los centros que se prometieron. Elabórese un plan desde la participación social: con directores, asociaciones de padres y autoridades municipales, además de los sindicatos mayoritarios. Y, sobre todo, por favor, más profesionalización, pragmatismo y eficacia, más mirar a Europa y menos ideología de confesionario y agua bendita.
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