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Tribuna
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Fantasmas mexicanos.

Los actores políticos se las han ingeniado otra vez para llenar el ambiente preelectoral mexicano de amenazas. Hace seis años, la opinión pública se agitó con los fantasmas de la ingobernabilidad y el "choque de trenes". La elección fue tranquila y el desastre fue económico, no político. Seis años después, los candidatos presidenciales han llenado los medios de descalificaciones para sus adversarios. Parecen decirnos que no pueden crecer exhibiendo las virtudes propias, sino los defectos de los demás. Se agita el escenario con profecías de fraude y promesas de líos postelectorales.Atizan así, entre todos, el voto del miedo. Su mensaje global es que no hay candidato bueno, ni siquiera regular: todos son garantía de autoritarismo o corrupción. Cárdenas encuentra en Fox a la antipatria (sic), y en Labastida, a la antipatria más la corrupción. Fox encuentra en Cárdenas al traidor, y en Labastida, setenta años de corrupción sin fisuras. Labastida encuentra en Fox al oscurantista clerical y al fascista. Como nunca en una contienda presidencial de México, el ganador necesitará negociar con los perdedores para formar una coalición gobernante de alguna solidez. Mientras más alto ponen el listón de las descalificaciones, más alto ponen también el listón de los acuerdos posteriores.

La pinza se cierra, desde luego, mucho antes que eso: el día mismo de la elección. Hasta ahora sólo Vicente Fox había echado una sombra de duda mayor sobre la limpieza del resultado electoral. Cárdenas empezó la semana pasada a hablar de la posibilidad de fraude. Labastida reconoce en público que la ventaja que lleva no es suficiente y que necesitará un margen mayor para ganar inobjetablemente. El hecho es que ninguno confía en la claridad y la contundencia del resultado, gane quien gane y por el número de votos que sea. Todos echan así más leña a la hoguera de la amenaza y el miedo con que quieren azuzar en su favor a la ciudadanía.

Vicente Fox, el único candidato de la oposición con posibilidades de triunfo, ha vuelto su atractivo discurso a favor del cambio una aberrante simplificación histórica. Según esa simplificación, si Fox ganara la presidencia de la república, México dejará atrás setenta años de corrupción para entrar por fin a la democracia. Algún anuncio de su campaña se refiere ya al 2 de julio como el "día de la liberación". Lo menos que hay que decir a este respecto es que los últimos setenta años de la historia de México son precisamente eso, una historia, no una caricatura. Y una historia que no es sólo de sombras, sino de cambios profundos en todos los órdenes, entre ellos en el ámbito político.

Se ha vuelto políticamente incorrecto en México reconocer algún logro de los regímenes priístas. La lista de los pecados es tan larga, desde luego, que sepulta las virtudes. Es una lista conocida: corrupción, control autoritario de la sociedad, presidencialismo faraónico, abundante guiñol político, ceguera demográfica, irresponsabilidad fiscal, maridaje de política y delito. No obstante, lo que pueda haber de modernidad, desarrollo y tejido institucional sólido en el México de hoy es atribuible también, en gran parte, a la gestión de gobiernos priístas.

La parálisis histórica del PRI es tal que no puede ni siquiera hacer el recuento de sus logros. Ni el PAN ni el PRD han incurrido en pecados comparables a los del PRI. Tampoco son acreedores a ninguno de sus aciertos. No son responsables de la institucionalización de la violencia revolucionaria en un régimen político que le dio al país estabilidad y cohesión durante la mayor parte del siglo XX. Nada tuvieron que ver en la integración física de la nación, la red de comunicaciones terrestres, aéreas y electrónicas que lo cruzan hoy de lado a lado. De nada son responsables en el sistema de educación pública, que sirve a 25 millones de mexicanos, ni en la red pública de salud, que cubre a casi toda la población. No son responsables de la expropiación del petróleo ni del crecimiento de Pemex; tampoco de la política cultural que ha hecho la abrumadora mayoría de universidades y politécnicos, zonas arqueológicas, museos, orquestas y casas de cultura que hay en México. No puede apuntarse a su cuenta el proceso de industrialización arrancado en los años cuarenta, ni el de liberalización y apertura de la economía de los años ochenta y noventa.

El PAN y el PRD sólo han participado decisivamente en los cambios democráticos del país, con buenos frutos: gobiernan hoy sobre la mitad de la población. Siguen hablando, sin embargo, del Gobierno como si ellos nada tuvieran que ver en él, como si ellos no fueran gobierno y nada hubiera cambiado. Fox ha puesto lo bueno y lo malo del siglo en un solo paquete priísta, que llama el basurero de la historia. En ese basurero ha metido también a Cuauhtémoc Cárdenas porque, según su discurso maniqueo, Cárdenas se ha aliado vergonzantemente con Labastida para impedir el cambio que representa Fox.

La imputación no resiste el menor análisis, pero muestra en Fox una faceta preocupante de intolerancia y megalomanía. Añado de inmediato que Fox es un hombre de grandes cualidades. Es un candidato natural, convincente y energético. Es un hombre que aprende rápido y escucha lo que no entra dentro de sus esquemas. Es un político sin pandilla, abierto a contratar gente que no conoce para puestos centrales si esa gente es comprobadamente eficaz. Es más liberal que católico y más práctico que fundamentalista. Puede ser también un extraordinario promotor de causas públicas. No me preocupan sus talentos, que son muchos, sino sus exclusiones y sus simplezas, lo mismo que su gesto de iluminado.

El general invicto de la revolución mexicana, Álvaro Obregón, decía que no se puede ser presidente de México sin volverse un poco loco, en el sentido del envanecimiento y la adulación que vienen con el puesto. Vicente Fox da por momentos la impresión de que puede ser una víctima extrema de ese mal de altura. Con todas sus virtudes y sus potencialidades, Fox es un recién llegado a la política. Su carrera ha sido meteórica, y su experiencia, limitada. No conoce la derrota, gran maestra de la cautela y la gradualidad. Ha gobernado sólo un Estado sencillo, poco representativo de los problemas del país. No obstante, Fox está en posibilidades de ganar la presidencia. Su discurso excluyente como candidato me hace temer por su equilibrio como presidente.

Es un discurso maniqueo que compromete políticamente. Si México es sólo la herencia de setenta años de corrupción priísta, el primer gobernante de la democracia tendrá mucho que limpiar. La primera alborada democrática debería empezar con una redada contra los pícaros y los corruptos de setenta años. Toda una nómina. Para honrar sus palabras de candidato, Fox tendría que ser a la vez el plomero que limpia los drenajes y el presidente que pone los nuevos andamios. Pero ya hemos visto los mexicanos demasiadas veces que los trabajos de plomería política acaban manchando más de lo que limpian. Lo que el país necesita es concordia y acuerdo, no venganza.

Por lo pronto, Fox y Cárdenas han logrado sembrar en muchos

una nueva incertidumbre sobre las elecciones próximas de julio. Es una fiesta, nos dicen, que puede terminar en pleito por culpa del Gobierno. Si el PRI hace fraude, nos dicen, habrá turbulencias. Las encuestas serias que se publican en México no indican que Fox o Cárdenas vayan ganando. Una encuesta mensual confiable, hecha y publicada por el diario Reforma el pasado 5 de junio, muestra a Labastida adelante con el 42% de la intención de voto; a Fox, en segundo lugar con 38%, y a Cárdenas, con el 17%. La encuesta hace explícita una cifra clave: hay todavía un 19% de los electores que no ha decidido su voto, cantidad enorme para una elección tan competida. En la conquista de esos votantes indecisos podría definirse, incluso por amplio margen, la elección de julio.

Los candidatos han emprendido la conquista de ese mar de indecisos subrayando las miserias de sus adversarios. Quizá tengan razón y ése sea el camino de la victoria. También es cierto que es el camino a la división para después del triunfo. En el curso de sus campañas negativas, los posibles presidentes de México se han dicho cosas y se han dibujado con perfiles que dificultarán enormemente la negociación posterior.

Como muchos otros mexicanos, me declaro harto de esa lógica antidemocrática que tiende a convertir las primeras elecciones competidas y certificadas del país en un hipódromo de peligros y fantasmas. Me inquieta la falta de visión de Estado y de espíritu de construcción de futuro común que exuda la contienda. Estoy cansado de la estrategia, oposicionista o gobiernista, de invocar fantasmas y sembrar amenazas. México tiene un sistema electoral independiente del Gobierno, construido por años con el concurso de todas las fuerzas políticas. El Instituto Federal Electoral es un árbitro imparcial, comprobadamente capaz de organizar elecciones transparentes y detectar sus anomalías. Los candidatos deben aceptar su veredicto. Cualquier otra actitud será irresponsabilidad y demagogia.

He insistido en el discurso de Fox, porque es el candidato de oposición decisivo. Estoy lejos de ser un antifoxista, porque creo que la alternancia refrescaría el ambiente político del país. No obstante, por su discurso maniqueo y simplificador, he descartado en estos días la posibilidad de votar por Vicente Fox. Tampoco, por las razones aquí apuntadas, votaré al candidato del PRI ni al del PRD.

Por fuera de la lógica del voto útil, daré mi voto al nuevo partido que ha nacido en México bajo el nombre de Democracia Social. Lo haré por tres razones. Primero, porque en toda mi vida de ciudadano es el primer partido cuyo proyecto y principios de inspiración socialdemócrata coinciden puntualmente con mis propias convicciones públicas. Segundo, porque me parece el embrión de un partido moderno de izquierda que he visto, con envidia, prosperar y gobernar exitosamente en otras partes del mundo. Tercero, porque es el único partido de toda la contienda que, desde su marginalidad ostensible, se declara presto a construir en compañía de otros los cambios que el país necesita.

Héctor Aguilar Camín es escritor mexicano. Su última novela, El resplandor de la madera.

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