El puente se fue al diablo FRANCESC ARROYO
Los ingenieros trabajan sobre un cálculo de probabilidades, además de evaluar la resistencia de los materiales. Explican que la seguridad absoluta es imposible, pero que se pueden hacer obras sobre una estimación de desgracia que las convierta en relativamente inmunes a temporales, avenidas y otros imprevistos más o menos previsibles, aunque infrecuentes. El asunto se puso especialmente de relieve durante el pasado mes de septiembre, cuando por dos veces se inundó la plaza de Cerdà de Barcelona. En aquel momento, aseguraron los técnicos, se produjo una confluencia de infortunios inusuales. Se hubiera podido hacer una obra que los soportara todos, pero la frecuencia de un hecho tal es tan rara y el precio de la previsión tan alto que resulta preferible apechugar con la desgracia, confiando en que no se produzca.Los escépticos aseguran que el cálculo de probabilidades se reduce, en última instancia, a un 50%. Las cosas pasan o no pasan. Todo lo demás son mandangas. El cientificismo del que se recubren los técnicos más duros, los ingenieros de caminos, canales y puentes, se dio de bruces anteayer contra el escepticismo en forma de naturaleza desbocada en una riada imprevista. Un puente que soportaba la N-II a su paso por Esparreguera y que había sido inaugurado hace apenas 10 años se vino abajo dejando mal parado el cálculo de probabilidades. Los romanos, que no dominaban hasta ese punto la matemática, hicieron obras que, simplemente, se mantuvieron en pie. Y después de los romanos, otros pontífices menos matematizados han seguido proyectando puentes por los que la gente pasa hoy sin tener el alma en un suspiro. Ahí está, para escarnio de modernidades, la fotografía reproducida ayer por este diario en la que un puente de ladrillo y piedra, de factura mucho más antigua que el que sucumbió al temporal, se mantiene erguido en la riera Magarola frente a los avatares, justo al lado de lo que ya sólo es ruina y desatino.
No cabe la menor duda de que pronto se sabrá lo que ha pasado. No en balde los dos principales responsables de las obras públicas que afectan a Cataluña, el ministro de Fomento, Francisco Álvarez Cascos, y el consejero de Política territorial, Pere Macias, son ingenieros de caminos. La responsabilidad de la obra no alcanza directamente a ninguno de los dos, ya que fue construida por el entonces llamado Ministerio de Obras Públicas en el periodo socialista. Antes incluso de que su titular fuera Josep Borrell, a quien tanto populares como convergentes gustan de achacar todos los males. La calamidad tiene, esta vez, además, un carácter simbólico. La lluvia se llevó por delante dos tramos de la N-II. Los dos están en la zona desdoblada. Parte de la revuelta popular contra la discriminación que padecen los catalanes en materia de peajes tiene como demostración irrefutable esa misma carretera. La decisión que acabó de encender la guerra contra las autopistas fue la de no desdoblarla al norte de Barcelona a su paso por el Maresme. Como moneda de cambio se ofreció la ampliación de la A-19 con una tarifa blanda, pero alargando durante años los pagos en toda la concesión de ACESA. Hoy, la N-II está dedoblada en todo su trazado. ¿En todo? La respuesta, como en los cuentos de Astérix es no. Al noroeste sigue quedando una zona irreductible. No está desdoblada entre Igualada y Cervera. No está desdoblada entre el Maresme y la frontera. Y ahora tampoco está desdoblada a su paso por Esparreguera. No importa. A pocos kilómetros está la autopista. Ésa sí que está bien hecha y lo aguanta todo. Como los puentes de los romanos, como el Puente del Diablo, en Martorell, tan cerca del que se precipitó a las profundidades del barranco como si se lo hubiera llevado el mismísimo diablo.
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