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Hoy por ti y mañana por mí

Por una vez, y sin que sirva de precedente, todos están de acuerdo. Hay sobre la mesa un modelo de financiación autonómica solidaria, que nace aquí y parece que va a inspirar la reforma del plan vigente en España. Los medios de comunicación se han llenado del habitual ruido mediático que suscita cualquier iniciativa política: desde el gobierno nos lo venden como muestra inequívoca del poder valenciano; desde la oposición lo saludan como prueba del reconocimiento de los errores pasados, al tiempo que manifiestan la sospecha de que todo sea una cortina de humo. Los ciudadanos no sabemos a qué carta quedarnos, y ello con independencia de que hayamos votado a los unos o a los otros. La verdad es que la Comunidad Valenciana parece la eterna pagana de la historia, así que la noticia simplemente nos parece demasiado buena para ser real.Entendámonos. No somos la única comunidad autónoma que paga más de lo que recibe. Eso le ocurre también a Cataluña, en contraste -espectacular, por cierto- con alguna nacionalidad histórica igualmente reivindicativa como el País Vasco. Lo que sucede es que a Cataluña, al menos, se le ha permitido el derecho al pataleo y su autoestima ha salido ganando. Cuando se quejan de que los presupuestos generales del Estado les perjudican, se les llama insolidarios, pero, para compensar, se les brindan oportunidades generalmente vedadas a otros, ya sea en términos de reconocimiento y alabanza de su especificidad cultural, ya en apoyos a sus empresas dentro y fuera de España, ya en el reparto de los cargos públicos.

Lo de la Comunidad Valenciana es patético. Resulta difícil imaginar una región que más haya contribuido al sostenimiento del barco común y a la que más se le haya negado el pan y la sal. Dicen que los valencianos tenemos un complejo de inferioridad que nos lleva a aceptar resignadamente la sistemática minusvaloración de nuestras aportaciones a la economía, a la cultura y a la política españolas. Es verdad. Sólo que esta humildad no es genética, la hemos ido adquiriendo en los últimos siglos como consecuencia del trato que nos iban dispensando. Basta examinar cualquier folleto turístico de promoción de la imagen de España para darse cuenta de que los estereotipos culturales y los lugares que se propone visitar a los extranjeros raramente son valencianos. Y eso que somos la espina dorsal de la infraestructura turística española, industria que a su vez constituye el motor económico del país. Basta echar un vistazo a la lista de ministros, secretarios de Estado, y demás cargos públicos de designación directa para darse cuenta de que no pintamos nada. Ni en este gobierno y ni en los anteriores, al menos desde los tiempos de Cánovas y Sagasta, para qué nos vamos a engañar. Basta hojear los manuales de literatura para sorprenderse de la poca importancia de nuestros escritores (o pintores, o músicos, o actores...) y esto vale para la literatura en castellano y para la literatura en catalán. Se ve que pasado el Siglo de Oro, sólo nos queda aprender y escribir llibrets de falla. Es frecuente en las familias que los padres alaben desmesuradamente a uno de los hermanos y callen las virtudes de otro, sobre todo cuando aquél aseguran que es muy inteligente, pero vago, y ésta dicen que es cortita, pero trabajadora. De tanto oírlo, los interesados se lo acaban creyendo, y algo de esto nos ha ocurrido también a los valencianos.

Volvamos a la solidaridad de la financiación autonómica. Supongo que dada la vitalidad de nuestras empresas industriales, de nuestra agricultura y de nuestro sector turístico, nos tocará pagar una vez más. Nada que objetar: seremos solidarios. Pero me imagino que la solidaridad es una relación simétrica, que si nosotros ayudamos a los demás en sus carencias, ellos nos ayudarán en las nuestras. ¿Qué pasará la próxima vez que las negociaciones pesqueras con Marruecos comprometan la venta de nuestros cítricos en los mercados exteriores?: nos gustaría que el Ministerio de Agricultura fuera solidario. ¿Qué ocurrirá cuando, puestos a repartir el presupuesto para obras públicas, nuestro programado AVE o nuestra autopista al Cantábrico compitan con otras líneas del AVE que pretenden unir Madrid a ciudades que sólo son la mitad de Valencia o con autopistas que, en el mejor de los casos, pueden tildarse de regionales?: nos gustaría que el Ministerio de Fomento fuera solidario. ¿Qué ocurrirá cuando la progresiva destrucción de los montes y de los ríos valencianos -con el Segura como caso límite- haga imposible la vida en vastas zonas de la región?: nos gustaría que el Ministerio de Medio Ambiente fuera solidario, y no me refiero sólo a que se preocupe de mantener limpias las playas, porque esto es solidaridad aplicada a los turistas que nos visitan.

Y tantos y tantos ejemplos más. La solidaridad, ese bello concepto, suele naufragar cuando los que la predican piensan en que alguien les ayude a resolver sus dificultades, pero nunca en ayudar a los otros en las que les agobian. Es verdad que el pueblo valenciano tiene una vieja tradición solidaria. Aquí restañaron sus heridas las víctimas de nuestra guerra civil durante la República y aquí han venido tradicionalmente oleadas de inmigrantes atraídos por una tierra generosa. La inmigración, que se inicia en 1238, no ha cesado desde entonces y ha configurado un carácter comunitario más presto a dar que a recibir. Sin embargo, esta filosofía solidaria, que es la de la parábola de los talentos, se basa en la reciprocidad, en la idea del hoy por ti y mañana por mí. Seguimos esperando.

Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia. angel.lopez@uv.es

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