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Los transgénicos enfrentan a los Windsor

Isabel Ferrer

Algunas familias discuten por motivos económicos. Otras se distancian por asuntos menos espinosos, pero igualmente complejos. Es el caso de los Windsor, casa reinante inglesa, divididos hoy entre románticos y pragmáticos por culpa de los alimentos transgénicos. Conocido por su defensa de los cultivos tradicionales, Carlos de Inglaterra pertenecería al primer grupo por su cerrada defensa del carácter sacro de la naturaleza. Unas declaraciones de su hermana, la princesa Ana, y otras de Felipe de Edimburgo, padre de ambos, favorables a los beneficios de la biotecnología, le han arrebatado el protagonismo y mostrado que les separan algo más que unas cosechas genéticamente alteradas.La primera en invadir el ruedo transgénico, dominado hasta hace unos días por el príncipe de Gales, ha sido Ana de Inglaterra. Siempre directa y poco dada a las florituras verbales, se mostró la pasada semana partidaria de no dejarse llevar por el temor al progreso científico. "No seamos simplistas. Hace siglos que manipulamos la naturaleza y los animales a nuestro antojo. Los cultivos transgénicos pueden aliviar el hambre en países en desarrollo", afirmó en la revista sindical The Grocer (El Tendero). Ni ella ni su padre, que la apoya, están cualificados para analizar los aspectos científicos de las biotecnología alimentaria, pero los asesores de la princesa recuerdan que ha viajado a menudo a zonas asoladas por desastres naturales y ha visto de cerca las consecuencias de la pérdida de cosechas.

Entre las credenciales del duque de Edimburgo figura la presidencia de la Sociedad Agricultural Inglesa y el Fondo Mundial para la Naturaleza, además de su especial interés por la fauna. Tal vez por su mayor soltura al abordar los problemas de los animales puso el ejemplo de las ardillas grises para quitarle hierro a los supuestos peligros de las semillas modificadas. Según afirmaba el pasado martes en el rotativo The Times, la introducción en el Reino Unido de especies foráneas, como el mencionado roedor, "puede hacer mucho más daño al campo que unas patatas transgénicas". Dichas en su habitual estilo algo abrupto, sus palabras han llevado al palacio de Buckingham a negar que el duque o la princesa se hubieran puesto de acuerdo para abrazar lo que Carlos de Gales llama "alimentos Frankenstein".

La propia Ana de Inglaterra subrayó ayer que nunca apoya ni condena a nadie. "El jurado sigue dilucidando en el terreno de la biotecnología", añadió. Orquestadas o no por padre e hija, sus declaraciones han tenido la virtud de arrebatarle el protagonismo, y las portadas en la prensa nacional, a la pareja formada por Carlos y Camilla Parker-Bowles. A punto de cumplir 80 años, al patriarca de los Windsor le desagrada sobremanera la buena fama ganada a pulso por la compañera sentimental del heredero al trono.

La respuesta de Carlos, patrón desde hace una década de los cultivos orgánicos en sus tierras del condado de Gloucester, ha consistido en guardar un digno silencio. La fría relación que mantiene con su progenitor es legendaria. Tanto, que cuando admitió su adulterio en televisión el duque de Edimburgo admitió sentirse horrorizado. Las meditaciones de un hijo aficionado a hablarle a las plantas se le escapan. Cuando el príncipe pide "respeto a la mano sagrada que rige la naturaleza desde hace milenios", el padre se encoge de hombros y busca apoyo moral en el resto de su prole. Un panorama para él poco reconfortante. Andrés, el tercer hijo, comparte su hogar con su ex esposa, Sara, una mujer de la que el duque no quiere oír hablar. El otro varón, Eduardo, hizo lo que más podía herirle: abandonar la marina y mezclarse con cómicos. ¿Quién le queda? Ana, claro.

Fuerte, resuelta y trabajadora, la princesa siempre se ha llevado bien con él. Su primer matrimonio fracasó, es cierto, pero el divorcio y la segunda boda pasaron casi inadvertidos. Ana entiende a su padre y de ahí que no dudara en respaldarla en cuanto vio que los dos hermanos diferían en un debate tan enconado en el Reino Unido como el de los alimentos transgénicos.

La otra consecuencia de las tres declaraciones tampoco es desdeñable. Mientras grupos ecologistas como Amigos de la Tierra lamentaban las palabras del esposo de la soberana Isabel II, los científicos especializados en biotecología se frotaban las manos ante "el sentido común" mostrado por padre e hija. El príncipe Carlos, entretanto, sigue produciendo galletas, pan y sidra orgánicos en sus tierras y mantiene su reverencia por los ciclos agrícolas naturales. La soberana, entretanto, mantiene una diplomática distancia.

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