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¡Basta ya! FRANCESC DE CARRERAS

Francesc de Carreras

El último atentado mortal de ETA pone de nuevo en primer plano el repugnante y habitual espectáculo de dolor, sangre y lágrimas. De nuevo, también, las habituales lamentaciones, condenas y minutos de silencio oficiales pasan a convertirse en un ritual vacuo, formalista e inútil, una parte indispensable del escenario previsto.Mientras los asesinos andan sueltos, quienes les encubren y disculpan, porque no les condenan, son rostros conocidos, nombres y apellidos que continuamente aparecen en los periódicos, acuden a Barcelona a dar conferencias ante un público fervoroso y, en lugar de hablar del dolor de las víctimas concretas y reales, hablan de los "sufrimientos de un pueblo oprimido", de una siniestra entelequia a la que ellos llaman "pueblo vasco", del cual han expulsado previamente a quienes hay que matar tras haberlos declarado enemigos para así poder legitimar su callada sumisión o su anunciada muerte. Tras unos meses de falsas e ingenuas esperanzas, la violencia y el miedo vuelven a ser los macabros figurines de nuestro paisaje diario.

La España de la modernidad todavía no se ha librado de esta terrible lacra y somos, en esto por lo menos, la excepción europea. En los finales del franquismo teníamos miedo a una extrema derecha de camisas azules que no abandonaría sus ideas fanáticas de siempre y a un Ejército -así, con mayúsculas- que creíamos que estaba destinado a convertirse en su instrumento natural: estábamos tremendamente equivocados. Ahora vemos que fue el gran error, quizá el único, en todo caso el más grave, de aquellos años de final de régimen y de transición a la democracia.

Las ideas fanáticas de siempre, de aquella España eterna a la que combatíamos, estaban incubándose, sin nosotros saberlo, en algo que entonces todavía llamábamos "izquierda", que hoy se autodenomina "izquierda abertzale" y que, con el paso del tiempo, se ha convertido en un gran movimiento fascista: tiro en la nuca como última ratio, violencia extrema para generar miedo y, como perspectiva, una sociedad sin discrepantes. Libertad para el pueblo y muerte a las personas quiere decir, lisa y llanamente, muerte a la libertad. Es el resto de fascismo que nos queda y que, si no lo tomamos en serio, crece y seguirá creciendo: el efecto querido por los de las pistolas es crear miedo y con el miedo se acaba la libertad. En las cárceles caben pocos: el miedo es el método más eficaz de encarcelarlos a todos.

Mientras aquellos que considerábamos peligrosos para la democracia han superado ya el umbral de la Ilustración y, de derechas o de izquierdas, han asimilado las ideas que comienzan en el Renacimiento y se consolidan con la Revolución francesa, hay un núcleo irreductible que se cree en posesión de una verdad irracional y quiere imponerla a todos por la violencia: a eso, en el siglo XX, se le ha llamado siempre fascismo. El fin de semana pasado estuvo en Barcelona, con su mujer y otros amigos, Agustín Ibarrola, un artista que nació y siempre ha vivido en el País Vasco. Ibarrola, muchos lo recordarán, fue un activísimo antifranquista: miembro del Partido Comunista, era un habitual firmante de los documentos de la oposición democrática. En aquellos tiempos, arriesgó su libertad y fue a parar a la cárcel. Ahora arriesga su vida y la de los suyos.

Ibarrola estuvo en Barcelona para recoger el Premio a la Tolerancia que anualmente concede la Asociación por la Tolerancia, un variado grupo de personas desacomplejadas y valientes, sin otro interés que defender la libertad. El premio se había concedido al movimiento ¡Basta ya! en la persona de Ibarrola, cuya obra artística ha sido objeto, como se sabe, de la violencia de los autodenominados abertzales. ¡Basta ya! está compuesto por un nutrido grupo de ciudadanos vascos que han optado por enfrentarse, pacíficamente, por supuesto, pero con total claridad y a pecho descubierto, con los violentos. Como dijo Ibarrola con sencillez entrañable, lo hacen por dignidad personal, porque sin libertad la vida no tiene sentido, porque ya lo hacían en otros tiempos y hoy sigue siendo tan necesario como entonces. Saben, por supuesto, el riesgo que corren, y por eso los admiramos y premiamos.

En contacto con Ibarrola y los demás amigos de ¡Basta ya! tuve la clarísima sensación de que los ciudadanos de Cataluña y del resto de España no hacíamos apenas nada por la libertad de los ciudadanos del País Vasco. Las concurridísimas manifestaciones que se produjeron tras el cruel asesinato de Miguel Ángel Blanco generaron un clima positivo en el que el fascismo y sus cómplices se encontraron aislados. Quizá ha llegado el momento de tomar una iniciativa semejante.

Cataluña tiene el triste privilegio de ser la segunda comunidad autónoma, tras Madrid, en la que residen más víctimas del terrorismo y la tercera donde ETA ha causado más muertos. El recuerdo de los atentados de Hipercor, Vic y Sabadell todavía nos estremece. Pero lamentablemente -aunque es probable que no por casualidad- la Asociación por las Víctimas del Terrorismo no ha conseguido que los ayuntamientos de Barcelona y de Vic contribuyan al recuerdo de tan trágicos sucesos erigiendo un monumento a las víctimas. Mientras en Budapest el presidente Pujol descubre una surrealista placa que recuerda la contribución de los catalanes a la defensa de Buda frente a los turcos en el siglo XVII -¡qué cosas, Dios mío!-, nos resistimos a que en Barcelona o en Vic quede constancia de la barbarie actual. La historia siempre al servicio de un país imaginario y mítico, nunca al servicio de las personas realmente existentes. Incluso parece que en una de estas ciudades el problema no resuelto es si el lema al pie del monumento debe decir Homenaje a las víctimas del terrorismo u Homenaje a las víctimas inocentes del terrorismo. ¡Cómo si el terrorismo causara víctimas no inocentes!

Quizá en Cataluña debamos también decir: ¡basta ya! Los ciudadanos tenemos la palabra. Porque, eso sí, nos queda, en todo caso, la palabra.

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