_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

'Patú' CARMELO ENCINAS

Patú de Azabache era el nombre que le dieron de cachorro sus criadores y el que aún figura en el registro de razas caninas. Cuando le vi en el stand de aquella feria de mascotas donde lo exhibían junto a sus progenitores y hermanos de camada, me pareció el ser animado más tierno de todo el planeta. Con apenas dos meses de vida, el perrillo era una especie de bola de algodón a la que habían puesto ojos y orejas. Miraba a todo el que pasaba como si cada curioso fuera un acontecimiento extraordinario e inclinaba la trufa del morro configurando un gesto de ingenuidad que enamoraba a cualquiera.De ese gesto que nunca perdió quedé enganchado y aquella misma tarde me convertí en propietario de un montaña del Pirineo. Había acudido a la feria para comprar un hámster a mi hijo y salí del recinto con un cachorro que diez meses después pesaría setenta kilos. Recuerdo que, según iba conduciendo, pensaba en el dineral que había pagado por el bicho inquieto que mordisqueaba incesante la tapicería de mi coche.

Sin embargo, tras abrir la puerta y ver la cara de los chicos al aparecer con aquella criatura, la adquisición me pareció una auténtica ganga. El regocijo que provocó fue tal que hubo hasta lágrimas de emoción mientras una lluvia de manos caía sobre su lomo y sobre su cabeza. Era realmente tan dulce y gracioso que resultaba imposible resistir la tentación de achucharle. Después de la clásica discusión doméstica sobre posibles apelativos, le llamamos Patú, y con ese nombre, que respondía a sus orígenes raciales, irrumpió aquel día en nuestras vidas, convirtiéndose en uno más de la familia.

La tarde del domingo 9 de abril, una inyección letal acabó con la vida de nuestro Patú. Era un líquido rosáceo que la mano piadosa de Jerónimo, un veterinario amigo, hizo correr por sus venas hasta paralizarle el corazón. El animal padecía una enfermedad degenerativa en los huesos que pronosticaba un final espantoso y tratamos de evitárselo. Para que él no sufriera sufrimos nosotros, porque, cuando hay afecto de por medio, la puesta en escena de una solución eutanásica resulta muy dura para quien la posibilita. Sólo el tacto y la sensibilidad de Jerónimo, cuyo trato profesional y personal es el que nos gustaría que los médicos dispensaran a los humanos, consiguió aliviarnos el trago. Puede que a muchos les resulte ridículo llorar por un animal cuando en este planeta mueren cada día cientos de miles de personas en condiciones infrahumanas. Si es así, no tengo inconveniente alguno en reconocer que me puse en evidencia.

Y mi única disculpa es el cariño intenso que siempre me mostró esa criatura, cariño leal y desinteresado al que nunca podría resistirse nadie con un mínimo de sensibilidad. El cariño así es un bien preciado y escaso en el mundo de los racionales. Pensé entonces en lo egoísta y cruel que resulta la actitud de quienes adquieren un cachorro por un capricho momentáneo o para hacer un regalo original. Pensé en toda esa gente que compra un perro como quien compra un juguete, y que cuando empieza a crecer, enferma o plantea el menor problema doméstico, le abandona en cualquier carretera para quitárselo de encima.

En los pocos segundos que tardó en penetrar el fluido mortífero, y mientras acariciaba su cabeza, pasaron por la mía vertiginosamente los buenos momentos que nos hizo pasar aquel animal. Curiosamente, la secuencia no registró ninguna de las muchas fechorías que su carácter rebelde le llevó a cometer a lo largo de su existencia. Patú trepaba la valla, por mucho que la elevara, para emprender los más impetuosos escarceos amorosos, levantaba las flores del jardín y meaba donde le daba la real gana. Nada de eso me vino a la memoria en esos segundos terminales de su vida.

Recordé, en cambio, su ladrido noble y poderoso, la expresividad de sus ojos reclamando una caricia, los saltos en la hierba y los largos paseos por la montaña donde reinaba. Sé que nunca pudimos corresponderle la atención y el cariño que él nos dispensaba y, aunque parezca estúpido, tengo mala conciencia. Quise por ello cavar un hoyo profundo en el jardín para que estuviera siempre cerca de nosotros. Allí, bajo un plantel de petunias, reposa ahora el cuerpo inerte de aquel Patú de Azabache. Nuestro Patú.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_