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Cultura de defensa

No hay mal que por bien no venga acaba de mostrarse, de nuevo, una frase certera. En efecto, la gestión política de la celebración barcelonesa del día de las Fuerzas Armadas (sería una injusticia hacer de ello responsable principal al actual ministro de Defensa) no ha podido ser, por todos lados, más torpe. Baste pensar en la estima que merece una operación capaz de irritar a todas las instituciones implicadas, especialmente a los propios protagonistas de la jornada, deslucida en la forma y que termina con el compromiso de no repetir celebraciones semejantes. Y, sin embargo, la crisis parece en vías de superación con una resolución cuasi unánime del Congreso de los Diputados en pro de una mayor difusión en la opinión pública de lo que las Fuerzas Armadas son. Por ahí, sin duda, debería haberse puesto el acento muchos años ha. Ernest Lluch, en un análisis inteligente y oportuno, como todos los suyos, lo señalaba hace pocas horas en La Vanguardia.España es el país de la Unión Europea -y no digamos del mundo atlántico- con menor y peor cultura de defensa y ello se trasluce en un grave déficit de conciencia ciudadana sobre la percepción de amenazas y riesgos, una escasez alarmante en las dotaciones militares, una insensibilidad respecto de lo que los ejércitos suponen a la hora de la revolución tecnológica en ciernes y un desconocimiento de lo que las Fuerzas Armadas son y de su inmenso potencial humano, ético e intelectual. Todo ello es, sin duda, fruto de factores diferentes pero negativos. Desde el aislamiento internacional que comienza en el Congreso de Viena y sólo se supera a raíz de la transición democrática a la superabundancia de conflictos impopulares -Cuba y África- o civiles. Pero semejante situación no puede durar una vez que hemos dado por superadas ambas situaciones: el aislamiento y el enfrentamiento. Y ello sólo puede conseguirse generando y difundiendo una cultura de defensa a lo largo y ancho de toda nuestra ciudadanía.

Es preciso, en efecto, decantar una idea clara del interés del Estado. Un interés cuyo núcleo esencial coincide con el enunciado del artículo 8 CE -que sería necedad interpretar, como Espartero hiciera en 1841, en términos de ocupación militar del territorio-. Un interés que, como señala el reciente Libro Blanco de Defensa, tiene, más allá de lo estrictamente vital, prolongaciones estratégicas y "otras" que pueden coincidir en gran medida con la solidaridad internacional en pro de garantizar y guardar la paz incluso en escenarios muy lejanos. Pero un interés, no nos engañemos, que para ser efectivamente defendido y servido tiene que ser explicado, y sentido como propio. Esto es, los españoles han de llegar a ser conscientes de que su identidad -a explicar a la ciudadanía e incluso asumir por las FAS en términos de plurinacionalidad- y su convivencia democrática deben ser defendidas, incluso recurriendo a la fuerza armada, no a las B.A. de los boy scouts, porque la mera "potencia civil" es, en nuestro mundo real, insuficiente. Cierto que esta capacidad de recurso a la fuerza, para ser eficaz, requiere la solidaridad aliada. Y que la seguridad es tanto mayor cuanto más estable y justo es el entorno internacional. Pero insisto. Una vez pagados, y no de palabras, sino con obras y de veras, todos los tributos necesarios a la solidaridad y la cooperación, la disyuntiva es clara. O se asume, como en las grandes democracias de nuestro mundo -como en Gran Bretaña, Francia o Suecia- que el propio interés del Estado -no el ajeno, ni el aliado, ni el de la justicia universal- requiere invertir en defensa recursos económicos y humanos y, más importante aún, la actitud ética necesaria para causar y sufrir bajas en aras de ese interés. O España, una vez más, quedará bajo el nivel de su tiempo, que es un tiempo dominado por el realismo en las relaciones internacionales. Asumido todo esto es cuando los desfiles militares, bien preparados y organizados, tienen pleno sentido.

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