Perder el tiempo
Decía Thomas Mann que morir es desde luego perder el tiempo, irse de él, que la esencia de la vida es el presente, y los días transcurridos hasta hoy parecen darle toda la razón. Porque perder el tiempo es discutir ahora de quién es la Constitución, si es más mía o es más tuya. Las autobiografías siempre dicen que es mía, la narrativa que es de nuestros padres y los coros asienten al espectáculo que representa la acción principal. Pero si está viva, y parece estarlo, la Constitución no es de nadie, porque precisamente significa independencia. Si estuviera muerta o en período terminal, entonces es que habría perdido el tiempo, al menos habría perdido su tiempo, y discutir sobre su posesión sería impropio de unos ascendientes orgullosos.Celia Villalobos piensa lo mismo, tampoco quiere que médicos y enfermos pierdan el tiempo. Ella tampoco quiere perderlo y comienza a tomar decisiones. Acaba de anunciar que los hospitales trabajarán por la tarde realizando operaciones quirúrgicas. Pero sólo para cirugía cardiaca. Supongo que tendrá prevista alguna respuesta para la reacción inevitable que está provocando, cuando alguien le recuerde aquello de ¿No nacieron los demás? Pues si los demás nacieron, ¿qué privilegios tuvieron que yo no gocé jamás? Porque el corazón, señora Villalobos, es necesario para vivir pero no es suficiente. Se asombraría usted, al menos a mí me ocurre, ante la cantidad de vísceras, aparatos y sistemas que necesitamos tener en forma para ir tirando sin perder el tiempo. Justo ese tiempo, esa media hora fatal, que se le acaba de ir a un hombre en Vigo, otro más, tumbado delante de la puerta de un hospital sin conseguir ayuda. Dicen que murió también por culpa del corazón endurecido de alguien.
Otra cosa es el tiempo de Álvarez del Manzano, que es capaz de perderlo y continuar adelante imperturbable. Siempre produce la sensación de tener un corazón tierno, pero cuando las cámaras y los micrófonos enfocan directamente a sus neuronas políticas produce con frecuencia una reflexión contra el tiempo. Comienza hablando de crisis de la familia, una vulgaridad aceptable, para acabar vinculando la violencia y la crisis a las parejas de hecho. Resulta sorprendente observar cómo puede estar ya fuera del tiempo y, sin embargo, seguir teniendo vitalidad política. Una paradoja más de la ciencia social.
En definitiva, hay que reconocer que la política de este país muestra algunos síntomas de que está empezando a perder el tiempo, que se le va el presente de las manos. Viejas historias sobre la Constitución, antiguos remedios para los mismos problemas del sistema de salud, nostalgia de un pasado familiar que ya no existe, son todas ellas señales bastante claras de una tendencia hacia el anquilosamiento y hacia el arcaísmo en la vida pública.
El caso valenciano sigue la tónica general y resulta aburrido recordar la falta de ritmo en este último año, sin obtener ninguna respuesta coherente. El presente de Zaplana llega más desde fuera que desde dentro, mientras que el nuestro continúa estando a nuestro alrededor y nos alcanza cada día sin pérdida de tiempo.
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