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Tribuna:HORAS GANADAS
Tribuna
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El escritor-viajero RAFAEL ARGULLOL

Rafael Argullol

Afirmaba hace poco Colin Thubron, exponente contemporáneo de la gran tradición anglosajona de escritores-viajeros y reciente autor de En Siberia (Península, Barcelona, 2000), un libro fascinante sobre una travesía casi imposible, que se consideraba un "escritor que viaja y no un viajero que escribe". Su antecesor Bruce Chatwin opinaba de sí mismo algo parecido, aunque pensaba que la frontera entre ambas figuras era tan frágil que a menudo se convertía en imperceptible.También las sombras, o las contrafiguras, tienen mucho en común: el viajero dirigido, el turista-masa, que va de un lugar a otro alardeando de sus viajes cuando en realidad, mentalmente, se halla siempre en un único y repetido lugar, es muy afín al escritor dirigido, atento a lo que supuestamente el público o la actualidad le piden por encima de sus propios criterios o convicciones. En ambos casos, una falsa experimentación conduce a la falsificación de la experiencia.

Pero cuando las siluetas escapan a la impostura, el "estado del espíritu" del escritor es semejante al del viajero, si bien su traducción práctica pueda ser totalmente distinta. Uno y otro se hallan esencialmente entre dos juegos: por un lado, el juego de la memoria, que los sumerge en mundos desvanecidos que son de nuevo convocados; por otro, el juego de la imaginación, que los hace volar, siquiera fugazmente, hacia el espectro inagotable de los mundos posibles. Tanto la literatura como el viaje son la consecuencia de la tensión entre estos dos polos, de manera que, en ellos, el presente, aunque pueda aparecer como absoluto, es sólo un estrecho puente entre los rastros que agolpa la memoria y los detalles que provoca la imaginación. Escritor y viajero tratan de detener el tiempo explorando espacios, a través de palabras, uno, y el otro, de territorios y países.

El viajero, en su sentido más libre, escribe invisiblemente el mundo: es un escritor potencial de todas las palabras posibles. Pero también el escritor es un viajero hacia todas las direcciones. Hacia el exterior y hacia el interior, hacia el centro y hacia las periferias, hacia las grandes perspectivas y hacia los estratos de la conciencia. La escritura, como incorporando un potente zoom, se despliega continuamente en la alternancia entre los horizontes macro y microscópicos: un múltiple universo con una múltiple mirada.

La literatura occidental ha crecido fundamentalmente entre dos grandes direcciones: el viaje como introspección o como disección y el viaje como desplazamiento. Podría decirse que las obras principales de la tradición europea se fundamentan en este doble escenario.

Del viaje entendido como acción poseemos el legado inagotable de la Odisea de Homero, donde, tras la guerra de Troya, Ulises lleva a cabo un periplo por todo el mundo conocido hasta retornar a Itaca. La Eneida de Virgilio vertebró la cultura latina y, en el paso de la Edad Media al Renacimiento, otro viaje, el de Dante en la Divina Comedia, se erige en el texto fundador de la mente moderna. El mundo, tanto en el más allá como en el más acá, es planteado en términos de viaje. El de Dante marca la pauta de todo lo que será la literatura iniciática en la época moderna. Muchos escritores posteriores han seguido esta estela, con momentos culminantes como la obra de Conrad o esta peculiar Odisea del siglo XX que es el Ulises de James Joyce.

El otro escenario tiene sus cimientos en la tragedia griega. En ella, la falta aparente de movimiento exterior crea un clima claustrofóbico y obliga a los personajes a un movimiento interior continuo. Al igual que sucede en el escenario anterior, también este vínculo entre inmovilidad exterior y movilidad interior ha sido permanentemente recreado en la historia de la literatura. La peste de Albert Camus o La montaña mágica de Thomas Mann son sólo dos ejemplos de una visión contemporánea del viaje inmóvil.

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La literatura se enrosca permanentemente en el tronco sólido, aunque a veces intangible, del viaje, y se originan con frecuencia formas en las que quedan identificados el uno con la otra. Tanto la épica, que acoge el modelo del viaje en movimiento, como la tragedia, que inaugura el modelo del viaje inmóvil, nos trasladan a la condición del hombre como extranjero que, al buscar conocer su identidad y hallar su patria, percibe, dolorosa y gozosamente, la imposibilidad de alcanzar una patria o una identidad definitivas.

También esta condición de extranjería une al escritor con el viajero permitiéndoles saber tal vez dónde se inicia su experiencia pero no, por supuesto, dónde puede acabar. El auténtico viajero percibe que su viaje no tiene fin, mientras que el auténtico escritor no ignora que el final de cualquiera de sus obras es siempre ficticio, porque en realidad ninguna palabra es definitiva.

De ahí la importancia de la estirpe de los escritores-viajeros, pues, en un sentido profundo, cobija el diálogo fundador de la literatura. Como en el mar "color de vino" de Homero, en la infinitud horizontal de la Siberia de Colin Thubron el miedo a lo desconocido es el umbral que traspasan los hombres libres.

Jose Maria Tejederas Chacon

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