El milagro
JULIO SEOANE
Hace casi setenta años que la gente comenzaba a extrañarse cuando un catedrático de química, por ejemplo, era nombrado ministro de Marina. Escritores y cronistas de la época se veían obligados a recordar, con cierta dosis de humor, que el recién designado para el cargo había mencionado en una ocasión su intención de torpedear a algún alumno en las calificaciones, para así justificar su desconocida vocación marinera.
En la actualidad nadie se escandaliza ya de la profesión, experiencia o antecedentes ocupacionales de un ministro, consejero o alto cargo de la Administración. Todos pueden ejercer de cualquier cosa con tal de estar bien respaldados por sus respectivos equipos y asesores que se ocupan de la cosa. Bueno, todos pero sin exagerar, porque todavía no conozco a ningún especialista en literatura, en griego o en latín, un decir, que haya sido llamado para ocuparse de la economía, aunque sin duda puedo estar equivocado.
Aceptada y respetada esta diversidad de orígenes, al menos por mi parte, hay que añadir también que en sanidad se mezclan multitud de trabajos y perspectivas. Médicos de las más distintas especialidades, profesionales de enfermería, farmacólogos, gestores, economistas, laboratorios y un largo etcétera casi imposible de enumerar. Este panorama justifica ampliamente que la ministra de allí o el consejero de aquí pueden aterrizar en sanidad procedentes de las tierras más exóticas. Hay que darles la bienvenida y desearles lo mejor con toda sinceridad, aunque sólo fuese por puro egoísmo ciudadano. Si a ellos les va bien, seguramente irá bien el cuidado de nuestra salud.
Lo que resulta un poco chirriante, como diría una reciente amiga mía, no es de dónde vienen sino que aterrizan con demasiada frecuencia, cambian demasiado. Y cada uno aparece con nuevos bálsamos y recetas milagrosas que llegan a producir cierto desasosiego entre los perplejos profesionales y los sufridos pacientes. Unos llegan pensando que los bichitos se caen y se matan del golpe, otros perciben el milagro en la gestión privada del hospital público, en los planes de choque contra las listas de espera, en señalar como culpables a los que se atiborran de medicamentos, otros se dejan seducir por las fundaciones sanitarias, y casi todos se inician con algún pase mágico que con frecuencia termina en desastre o en el más espantoso de los ridículos.
El único milagro reconocido es que los hospitales continúen funcionando todos los días, más bien que mal, gracias al esfuerzo de la mayor parte de los profesionales que se ocupan del cuidado de la salud. Si los nuevos responsables de sanidad consiguen desanimarlos, provocarles la sensación de impotencia ante tanto prodigio de última hora, el milagro puede desaparecer. Sin contar con ellos para nada, sin aprovechar su experiencia ni atender sus problemas, sin exponer públicamente los datos, los planes y proyectos que piensan desarrollar, pueden llegar a desencadenar un problema de magnitud desconocida hasta el momento. Sólo mencionaré un dato, por ahora mal interpretado, para insinuar hasta dónde llega el horizonte: en lista de espera, actualmente, estamos todos. Más los que vengan. Atención al milagro.
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