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Gente que espera

La gente que espera no es igual que el resto de la gente. La gente que espera algo o a alguien mira a su alrededor de un modo distinto, se mueve de otra forma, habla con una voz que no es igual a la nuestra, vive en un mundo donde las cosas son más lentas, menos firmes, más indescifrables. Los que esperan forman un ejército numeroso pero débil; son muchos, pero todos están solos. Los puedes ver por todas partes, en los vestíbulos y los andenes, en las taquillas de los cines y en las entradas de los comercios o los bares. Estés donde estés, siempre estás cerca de una mujer o un hombre que esperan. Si estás en una cafetería, en esa cafetería hay alguien que tiene una cita y parece que arde poco a poco, se consume según va pasando el tiempo, cada vez que mira el reloj, abre el periódico que ya había cerrado o va a la puerta del local y vuelve a su mesa con un gesto duro y ojos ensombrecidos por la desesperación, la incredulidad o la ira.Sin embargo, toda esa ira y esa incredulidad se vuelven insignificantes si las comparamos con otros tipos de espera como, por ejemplo, la que puedes encontrar si pasas junto a una oficina del Inem, si entras en ella y observas a las personas que quieren que les den un empleo. Esperar un trabajo que tal vez no existe es aún más desalentador que esperar a un amigo o una pareja que tal vez no llegue, y por eso las posturas y los ademanes con que esas personas aguardan su turno suelen tener algo abatido, suelen ser una representación de su miedo o su falta de esperanzas. Uno puede adivinar o imaginarse muchas cosas detrás de esas posturas y esos ademanes: días oscuros, facturas sin pagar, niños mal vestidos. Sin embargo, ese drama también puede volverse diminuto si lo comparamos con otra clase de espera: la de quienes necesitan que no les dejen morir, que alguien haga algo para conservar su vida.

Los periódicos dicen que hay miles de pacientes a las puertas de los quirófanos de la Seguridad Social, personas que necesitan una operación y son enviadas a las listas de espera de los hospitales, a esas terribles listas de espera que a mí me parecen campos de concentración, purgatorios de los que muchos no salen, donde hay enfermos que mueren sin llegar a tener una oportunidad ni una respuesta. Naturalmente, siempre hay una ministra o un subsecretario capaz de justificar ese horror, de convertirlo en un asunto político. Pero las personas normales no lo entendemos. No entendemos por qué cuando estás sano te quitan tu dinero para financiar la Seguridad Social y cuando reclamas tu derecho a ser curado te lo niegan. No entendemos cómo es posible que en una ciudad como Madrid falte tanto sitio para los enfermos y a la vez se cierren más y más clínicas. Ni entendemos que el Estado, tan eficaz a la hora de recaudar, sea tan incompetente a la hora de repartir la recaudación. Ni entendemos, tampoco, que no sea posible enviar a los malheridos a una clínica privada, porque nos parece una vergüenza que en un país pueda haber, al mismo tiempo, pacientes sin atender y quirófanos vacíos. Piensen en cuántas vidas podrían salvarse si sumamos el dinero que nuestros altos cargos se gastan en estupideces y el dinero que roban.

Hay personas que necesitan angustiosamente una operación y, mientras llega, viven durante meses o años con su muerte dentro. Si conoces a alguna de ellas, sabes lo que eso significa: la enfermedad se vuelve el eje de todo lo que haces; el órgano dañado está siempre ahí, se hace omnipresente y casi visible; los problemas sencillos se convierten en problemas incurables y las cosas más pequeñas se transforman en muros que no se pueden saltar. La enfermedad lo anega todo, lo modifica todo. Yo propongo -y lo digo muy en serio- que el próximo ministro de Sanidad no sea una persona joven y fuerte, sino una persona muy enferma, alguien que conozca de verdad lo que son el dolor y el pánico, que sufra en carne propia, aunque sea en una residencia de lujo, el aroma fúnebre de los medicamentos y las horas blancas de los sanatorios. Tal vez de ese modo se rompería la insensibilidad y la dureza con que se trata a los enfermos de este país, esa dureza de gente sana y acomodada con que algunos políticos miran a los pacientes como si fuesen un incordio, una molestia, casi como si fueran un enemigo. Algunos políticos cuya gran hazaña consiste en lograr que una enfermedad con remedio se convierta en mortal.

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