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Política y desidia

Josep Ramoneda

El mito de la acción que ha dominado la modernidad convirtió definitivamente la pereza en un vicio. Fue inútil que algunos como Baudelaire o Lafargue reclamaran el derecho a la pereza. Y en los histéricos tiempos que vivimos, las potencialidades creativas de la pereza quedan por completo fuera de lo que se puede decir y entender. Pero hay una forma de pereza socialmente muy extendida que es la desidia. Podríamos decir que la desidia es la pereza inercial. Una forma de negligencia que surge de la rutina. La desidia es un atributo de una figura central de los tiempos modernos: la burocracia. El que practica la desidia no tiene la menor conciencia de perezoso, más bien lo contrario, se siente desbordado por un estado febril que le conduce, a menudo, a actuar sin entretenerse en el fatigoso esfuerzo de pensar. Por desidia se aplican viejas fórmulas a una realidad que ya no tiene nada que ver con la que las generó, se repiten como letanías viejos tópicos a los que ya nadie para atención. Si la pereza es una forma de dar vacaciones al cuerpo que a veces puede acabar estimulando al espíritu, la desidia es el frenesí del cuerpo que da vacaciones al espíritu porque a veces resulta más práctico ahorrarse la funesta manía de pensar.La desidia aparece con frecuencia en la actividad política. Es un síntoma inequívoco de fatiga, de anquilosamiento, de embotamiento de la razón y de los sentidos. En tiempos cambiantes como los nuestros, la desidia se hace mucho más obvia. Porque la solemne proclama de una vieja consigna como respuesta a un problema actual no hace sino poner de manifiesto su obsolescencia. La desidia encuentra casi siempre la misma respuesta por parte de la ciudadanía: la indiferencia.

En los últimos días se han acumulado los ejercicios de desidia, como si entre la autocomplacencia de unos (el PP, por ejemplo) y el desconcierto de otros (CiU, pongamos por caso) se hubiera dado fiesta a la voluntad de pensar. Cuando Piqué atribuye a grupos "autodefinidos como pacifistas", pero que "propician o justifican la violencia en otros ámbitos territoriales", el rechazo al desfile del Día de las Fuerzas Armadas está haciendo un alarde de desidia. Piqué prefiere la fácil descalificación de unas movilizaciones apelando al recurso al fantasma de ETA antes que hacer el esfuerzo de preguntarse por qué y quién está contra el desfile. La desidia es muy cómoda: se dice la tontería y a otra cosa mariposa. Pero es muy inútil: nadie la toma en serio. Las inercias políticas buscan siempre encasillar todo lo que se mueve, porque metido en una retícula parece ya controlado e inofensivo. Pero basta mirar alrededor para saber que contra el desfile está mucha gente: nacionalistas, pacifistas y otros muchos que no somos ni una cosa ni la otra (y mucho menos complacientes con la violencia, como querría el ministro), pero que estamos contra las paradas militares por razones de urbanidad, de civilidad y de respeto por el paisaje ciudadano. Y en democracia toda esta gente merece un respeto. Esperemos que dar unas cuantas vueltas por el mundo cure a Piqué de los viejos fantasmas de la derecha de siempre, que tan rápidamente parece haber adquirido.

Pero insisto, la desidia es una enfermedad muy extendida en el universo político. Cuando Triadú justifica la concesión sin concurso de la red pública de enlaces de radio y televisión a ACESA para evitar que caiga en manos no catalanas o cuando Carme-Laura Gil acusa al PP de utilizar contra Cataluña la polémica sobre la literatura, se están deslizando por la pendiente de la desidia. Difícilmente convencen ya a la ciudadanía estos argumentos que todavía siguen cayendo de la nube de los agravios eternos. La responsabilidad que se exige a los políticos es cada vez más concreta. Y cobijarse bajo el manto exculpador de los enemigos de siempre cada vez dará menos reconocimiento.

Sirve el argumento también para Pujol, que utilizó la emotividad del acto de aniversario de los fets del Palau para apelar a la "resistencia", a "plantar cara y no rendirse", después de constatar que "en los momentos actuales también existen dificultades, las mismas que entonces, pero ahora más insidiosas". Jordi Pujol, presidente legal y legítimo de la Generalitat, hablaba así en un acto que conmemoraba unos hechos políticos que le llevaron -a él mismo- a una condena de siete años de cárcel. En su propia persona -entonces y ahora- está la más elemental refutación de sus afirmaciones. ¿O es igual de insidiosa una situación en la que Pujol está en la cárcel que una situación en la que Pujol es presidente de Cataluña? Si él lo dice, habrá que pensar que se siente poseído por el enemigo. ¿Así de trágicamente vive su relación con el PP? Y los catalanes sin darnos cuenta.

La desidia: no hacer el esfuerzo de renovar el discurso, de decir las cosas de modo acorde a las evidencias de la realidad, confiando en las mismas jaculatorias que en el pasado dieron días gloriosos. La feligresía se cansa. Cada vez son menos los que responden a las oraciones. El político acaba siendo prisionero de su propia desidia. La desidia es una enfermedad política terminal, sea de un líder o de un partido. Sin ir muy lejos, el estado del PSOE es un ejemplo de en qué forma puede quedar asolado un partido cuando la desidia le ha hecho vivir cuatro años en Babia.

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