Vacas gordas
Madrid rebosa dinero por todas partes. Esta generalización quiere decir que lo posee mucha gente, no como antes, como siempre. Nunca tantos tuvieron tantísimo, retrucando el reconocimiento que hizo Sir Winston Churchill de la RAF. Y eso que España no es ni ha sido cuna y pasto de millonarios, en la medida en que proliferan en los países muy grandes, en medio de vastos sectores de pobreza. Duques de Osuna hubo pocos, si homologamos la opulencia con la ostentación. Ricos, de verdad, quizá quienes compran entradas en la reventa para ver torear a El Juli, a Ponce o a Gómez Escorial: medio millón por instalar las posaderas sobre una delgada almohadilla en un escalón de cemento durante un par de horas.El símil es parcial y arbitrario, ya lo sé. Donde mejor se percibe la prosperidad es en la frecuentación masiva de lugares antes reservados a la minoría: los comedores de tres estrellas, la posesión de automóviles de gran cilindrada y la peregrinación hacia los litorales, con el menor pretexto.
El mes de mayo ha sido pródigo con los madrileños: dos suntuosos puentes, el patriótico Dos y el del patrono, venturosamente colocados en el inicio de la semana. El nivel de opulencia se percibe en las jornadas de diario. Sitios sólo accesibles a la élite se ven desbordados por una clientela afortunada, sean grandes almacenes, boutiques selectas, espectáculos de alto precio, joyerías o tiendas de antigüedades.
Tuve feliz ocasión de sentarme a la mesa, en un par de acreditados restaurantes, llenos en fecha laborable. Dándomelas de conocedor, comenté con el maître la afluencia en otro tiempo formada por quienes, tras el copioso ágape, se iban a la Monumental: "No, señor; son clientes normales". Debí suponerlo por la frecuencia con que sonaban los teléfonos móviles.
Hay quien sostiene que se trata de una situación coyuntural, derivada de la desconfianza y el temor que provoca el inminente cambio de la peseta por el euro, ante el inmisericorde ojo del fisco. Ello parece conducir al despilfarro, lo que es una forma de fluidez de la riqueza y del comercio.
Otrora, los escogidos se manifestaban y movían en direcciones y con propósitos unívocos, igual que un rebaño itinerante orientado por impulsos fijos. Ahora sucede otro tanto: magnitudes ingentes se desplazan, con cierta uniformidad, tanto hacia los ambientes tradicionales como a los puntos impuestos por la moda: la Costa del Sol, Biarritz, La Riviera, el Caribe... La afluencia se masifica proa a Bangkok, Bali, Marraquech, Venecia o Copenhague -descartado, por inconfortable, el místico o incomprensible Tíbet- y raro es el telediario que no incluya a turistas españoles entre los rehenes de las guerrillas locales.
Poco a poco se extingue la población castiza en los madriles, que tantos días y diálogos de gloria dio a los autores de sainetes y revistas. Quizá llegue a ser procedente la convocatoria municipal de chulapos y manolas como especie protegida en vías de extinción.
El día de San Isidro me crucé con un primo hermano del Julián de La verbena de la Paloma: bombín, chupa ajustada con clavel en el ojal, rameado chaleco que cruza una leontina dorada, pantalón de pernil ceñido, botines de charol y caña de bambú, el mismísimo Serafín el Pinturero, tan serio como un guardia y más chulo que un ocho. Me volví para observarle y me pareció que andaba como los de Valladolid, pero puede que fueran figuraciones mías.
La masa pingüe abandona Madrid para derramar la opulencia por los alrededores. Con ella se marchan y vuelven los felices comerciantes, los funcionarios de plantilla, los restauradores que cambian de fogón, los jubilados que invierten en Bolsa, etcétera, pero no se produce la ósmosis correlativa de visitantes, isidros y paletos.
Sólo se quedaron tempraneros turistas bálticos y japoneses que terminan, fatalmente, en los figones aledaños de la Puerta del Sol. El madrileño distribuye los dineros en cualquier cosa, desde moquetar el salón hasta matricularse en un curso para aprender inglés en diez meses. Jamás hubo tanto dinero, aunque, fatalmente, no llegue para todos.
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