Querer y ser querido

Justo cuando se aguardaba una declaración institucional que intentara acabar con la cháchara, parar el linchamiento en el que han caído los diferentes estamentos del club y atemperar el dolor, aparece Núñez para decir que dimitirá porque no se siente querido. Mal asunto. La suya no es manera de hacer saber las cosas del club, y menos en un presidente, que debe dirigirse a todos los socios por igual, pues en caso contrario aviva la fractura social, fomenta la crispación, aumenta el desgarro y abona la incertidumbre, la especulación y el runrún, cuando la Liga aún no está acabada.La palabra del presidente del Barcelona debería ir a misa, al menos para los culés, pero por la manera en que Núñez se ha confesado, hay todavía ciertas dudas sobre sus intenciones, entre otras cosas porque en anteriores ocasiones ya utilizó la misma estrategia para renovarse, así que ha perdido credibilidad.
Si de verdad se quiere ir, estaría bien que el proceso electoral fuera consensuado, el traspaso de poderes limpio y que las condiciones no las impusiera el presidente saliente. ¿A qué viene, por ejemplo, planificar la plantilla de la próxima temporada si él dimitirá en julio? Con actitudes como esta, Núñez solamente fomenta la maledicencia: será que quiere traspasar hasta a Rivaldo si es menester para poder cuadrar y embellecer las cuentas. Más: cómo puede decir el presidente que no acudirá al palco del Camp Nou y del Palau Blaugrana en lo que resta de temporada, y que por tanto dejará de representar al club, y en cambio no piensa abandonar el cargo sin antes haber dibujado el futuro inmediato.
Y en el caso que le haya entrado flojera y pretenda que le digan que se quede, ha optado por un camino de difícil retorno. Lo único que conseguirá es agrandar el desgaste y que se repita el desencuentro. Núñez tiene motivos legítimos para continuar hasta que expire su mandato, en 2002, y también para irse, ya sea por motivos familiares, profesionales, o lo que sea, pero no puede hacer culpables a los demás de no quedarse, y menos a la hinchada y a los jugadores.
Los mismos futbolistas que les hicieron ganar (a Núñez y a Van Gaal) son hoy acusados (por Gaspart) de hacerles perder cuando lo único que unos y otros han dicho es que incluso en la victoria siempre hay el mismo mar de fondo, así que Núñez sabrá a qué viene este lío.
El presidente no parece dispuesto a dejar el Barcelona sin hacer un inventario de lo que se le debe más de lo que ha hecho. Núñez ha llenado la sala de trofeos de la entidad y la ha situado en un primer orden continental, de manera que desde el punto de vista material, su mandato resulta único. Otra cosa es su legado sentimental, y en este sentido, el balance es negativo, sobre todo, porque ha sustituido el barcelonismo por una pugna alrededor del nuñismo entre pro y anti. La actitud de Núñez fomenta el revanchismo entre la hinchada y contradice la actualización del club de acuerdo con el nuevo marco europeo: si para algunas cosas, como su sagacidad para aprovechar la sentencia Bosman, el Barcelona presume de modernidad, en otras, como la actitud del presidente, mantiene tics de club desfasado.
Con su proceder, Núñez no ayuda en nada a la gobernabilidad de la institución, porque fomenta comportamientos populistas, expresados en frases sobreentendidas como la de después de mí, el caos. El todavía presidente del Barcelona debería saber que en el fútbol, y sobre todo en los clubes centenarios, los ídolos siempre han sido los jugadores y no los presidentes. En este contexto, para que uno se sienta querido, primero debe querer o, cuando menos, hacerse querer sin condiciones, y no como Núñez.
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