La gata sobre el tejado de lata MARCOS ORDÓÑEZ
1. Un campeón disparejo. Adoro a Alfredo Arias y adoro a los gatos (tenemos siete en casa, buen número), así que me las prometía muy felices con el espectáculo que acaba de presentar en el TNC, Mals d'amor d'una gata francesa, una revisitación (nuevos personajes, similar atmósfera, pero ahora con cómicos catalanes) de aquel Peines de coeur d'une chatte anglaise, el montaje que en 1977 le consagró en Francia a nivel popular y que, si no recuerdo mal, se vio en uno de los primeros festivales de Otoño de Madrid. Hasta entonces, Arias era la cabeza visible (con Marilú Marini: Jano Bifronte) del grupo Tsé, peligrosísima banda porteño-parisiense, y el perfecto copain de Copi, de quien estrenó la mayoría de sus obras (y las que no estrenaba él, las estrenaba Lavelli). En 1988, la Generalitat valenciana tuvo la formidable idea de encargarle un trabajo, y así surgió aquella Marquesa Rosalinda que fue al Romea, uno de los mejores valle que he visto nunca, lírico y salvaje a partes iguales, una maravilla. Una visita que, por desgracia, no se repitió. Por aquellos días, Alfredo Arias era en Francia una étoile montante, al frente de Aubervilliers, y con docenas de encargos: Había que ir a verle a París, a él y a su troupe.Otoño de 1992. Cecilia Rosetto llama desde Montmartre: "Che, viejo, ¿querés venir a conocer a Alfredo, a Larry, a Marilú? Tengo toda una casa para mí". Arias, generoso, le había puesto piso a Ceci, en plan supervedette, para que trabajase a sus órdenes en Mortadela, su nuevo espectáculo. Unos meses antes, yo le había abierto mi discoteca a la Rosetto para que seleccionase canciones, de la Piquer, de Imperio Argentina, del Bola; las canciones que cantaría en Mortadela: Su papel era el de una Viuda Negra españolísima, vestida con unas impresionantes mallas arácnidas a lo Miss Muerte. Cecilia estaba instalada en la rue Paul Albert, al pie del Sacré Coeur, en la preciosa casa de la hija de Jean Wiener, y para allá nos fuimos pitando mi mujer y yo. Aquellos días conocimos a Arias, en su casa de la rue des Beaux Arts, y a su familia, una auténtica familia de artistas, título de uno de sus espectáculos programáticos. Nos contó que, harto de las constraintes de un centro oficial como Aubervilliers, se había liado la manta a la cabeza: Había alquilado, a sus expensas, una sala de baile de Pigalle, La Cigale, y se disponía a "contar y cantar" su vida en lo que definía como "un intento de revista musical autobiográfica", Mortadela. Dudo que se me borre nunca el recuerdo de aquel hermosísimo espectáculo, ni el recuerdo de aquellos raros y modianescos días en París, con Ceci, con Larry, con Pilar Rebollar, y con aquel joven millonario rosarino del que la Rosetto nos dijo, en su mejor vena Dorothy Parker: "Aparca coches en una playa, pero la playa es suya". Por las noches, Arias estaba en el teatro, en el escenario de La Cigale, como un Kantor tímido, y durante el día ensayaba, de diez de la mañana a seis de la tarde, su nuevo espectáculo, una opereta, Les romantiques, encargada por Catherine Alma para el Châtelet. Eran dos Arias completamente distintos; el día y la noche, literalmente. Uno, popular, libérrimo, salvaje de imaginería y concepto; más refinado y cortesano el otro, más complaciente, y, para mi gusto, muchísimo menos interesante. En el bloque nocturno están, por supuesto, Mortadela y su segunda entrega, el no menos fascinante Fausto argentino, también en La Cigale, un musical que, por su mezcla de géneros, por su descaro y su poesía instantánea, soñé ver en El Molino, y en lo que hubiera sido El Molino en manos de Arias (imposible: En aquellos días le hicieron un regalo mejor, el Follies Bergère, donde presentaría Fous des follies), y la Rosalinda, y la descacharrante Corte de Faraón que montó la temporada pasada en la Zarzuela, con una escenografía de pollas-cimborrio a lo Nazario que hizo rodar más de una cabeza entre los gerifaltes del PP. Y luego, en el lado exquisito, está el Alfredo Arias de Peines de coeur d'une chatte française... a juzgar por su versión catalana, la única que conozco.
Recuerdo una escena, entre muchísimas, de Mortadela. La estupenda Pilar Rebollar (¿cuándo volvemos al teatro, señora?) aparecía travestida de perrita caniche, con unos manguitos de astracán y un collarín de diamantes, aullando a cuatro patas, llorando la muerte de su ama, Marilú, acuchillada por un malevo. La extraña poesía, la mezcla de dolor y sarcasmo de aquella escena es lo que no he conseguido encontrar, ni por un momento, en la función del Nacional.
2. Marramiau. He pasado años hablando a mis amigos de los grandes espectáculos de Arias, y por eso entiendo muy bien que la otra noche, después del estreno, me mirasen como diciendo: "¿Y esto es de este señor tan bueno?". No voy a pretender aquí salvarle la vida a Alfredo Arias, pero sí me gustaría dejar claro que Mals d'amor es, a mi juicio, un mal espectáculo de un gran artista, de uno de los creadores más vitales y personales del teatro europeo. Pensé: "A ver si voy a ser yo", porque Mals d'amor lo tiene todo para que me guste: Gatos, máscaras, música. Pero no veo la magia, el toque de Arias. Yo creo que, de entrada, falla el libro, escrito entre Arias y René de Ceccatty, otro viejo copain de eficacia probada, a partir de la novelita de P. J. Stahl. Hay muchas peripecias en la historia de la gata Minette, pero son sorprendentemente previsibles, casi como su puesta en escena: Si me dicen que este montaje lo ha firmado cualquier otro me lo creo. Con una excepción, un personaje muy Arias: La ratita del Ejército de Salvación (Karen Gutiérrez) que, al pasar por el horno, emerge como una salamandra tropical, como la rata de Copi en Loretta Strong con tocado de Carmen Miranda. Bueno, dos excepciones: La rata-Copi y la delirante Lady Baby Diamond, una afgana que parece ir fumada de ídem, un personaje con el que Jordi Muixí se lleva, literalmente, el gato al agua, convirtiéndose -a juzgar por los aplausos finales- en el amo de la función. Actor y personaje, porque hasta que no entra en escena Lady Baby / Muixí, aquello no va ni con pedales, hasta el punto de que uno acaba deseando ver un Peines de coeur d'une chienne afgane. Hablando de pedales, hay que decir que no fue un estreno apacible. La semana anterior hubo varios saltos de fecha por la huelga intermitente de los técnicos del TNC, y la noche del sábado Arias paró la función a los 20 minutos porque de las proyecciones previstas para el ciclorama estaban apareciendo la mitad. Pidió excusas y la cosa recomenzó da capo, lo que pudo contribuir también a la sensación de tedio, de fatiga, que arrastra el espectáculo. Arias ha seleccionado un reparto muy joven, sobrado de entusiasmo pero alarmantemente falto de malicia escénica, con las excepciones de Muixí y de Jaume Giró, un actor-cantante que se reveló como la hilarante Iluminata en el Chicago de Coco Comín y que aquí encarna al conejo Víctor, el sirviente-protector de Minette. Minette es Mone, una actriz y cantante que ha dado la talla en Company y en T'estimo, ets perfecte, entre otras, pero que aquí aparece envarada, mecánica. Predomina en ese reparto una dicción un tanto infantil, que me hizo pensar en aquellos radiofónicos Tambor y Cascabel de los sesenta, o, justamente, en aquel Gato con botas que se eternizó en las sesiones de críos (El cocherito Leré) del Moratín. Interpretaciones esforzadas pero todo lo más correctas, y corrección es el término que menos le conviene a un espectáculo de Arias. Luego está la música de Arturo Annecchino, que no pude evitar recibir como un pastiche de Lloyd Webber con unas gotitas de Offenbach. Y, por encima de todo, las máscaras, las extraordinarias máscaras de Erhard Stiefel, y los preciosos aguafuertes de Roberto Plate, con estampas parisienses en gris y negro a modo de telones de fondo. Máscaras de gatos -la de Xin-Fu, la gata japonesa, es una obra de arte- y perros, y cuervos, y un elefante, y un puercoespín, con unos ojos de inquietante expresividad, máscaras que te dejan boquiabierto, como el vestuario de Chloé Obolenski, pero que acaban teniendo, a la media hora, un peligrosísimo aire de baile de carnaval en el musée Grevin. Es posible que en días sucesivos los actores se suelten y hagan suyos los personajes y sus máscaras; hoy por hoy, Mals d'amor es lo que nunca pensé que sería un espectáculo de Alfredo Arias: aburrido.
3. P. D. Una cosa más. No sé si se fijan, pero Mals d'amor es un musical. Y, que Arias me perdone, no muy distinto de Cats. Menos hortera, de acuerdo, pero ya nos entendemos. Le proponen a Domènec Reixach hacer Cats en el TNC y me le supongo un sarpullido, y que me corrija si me equivoco. Sin embargo, con Mals d'amor ha entrado el musical en el TNC, TNC etapa Reixach, por supuesto: Todos recordamos el descomunal Guys and Dolls propiciado por Flotats. Con esto quiero decir que, una vez abierta esa puerta por la que ha entrado Arias, yo no la cerraría. Ni a todos los actores-directores catalanes que defienden el musical como auténtico teatro, ni a la posibilidad de encargarle, ya, a Alfredo Arias un nuevo espectáculo, un nuevo musical, para la próxima temporada.
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