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La lluvia

JUVENAL SOTO

Cuando termina la lluvia de mayo el mundo se llena de caracoles que asoman sus cuernos al sol. Junto a ellos, los vagabundos rubios llegados a estas playas desde Europa también arrastran sus babas y, como caracoles, trepan por los árboles para comer fruta y sonreír bajo el cielo, por fin limpio de nubes con tormenta, de este mayo que ya está en su mitad.

Ese paisaje sacado de un paraíso de opereta tiene, como todos los paraísos, sus serpientes. Llegadas en pateras desde África, siembran el temor entre los hombres y las mujeres primorosos y blancos de Europa, porque ellas, las serpientes, son oscuras -incluso negras- y los europeos higiénicos podemos ser mordidos por estas alimañas que traen su hambruna desde Nigeria y Marruecos, desde Senegal y Argelia. La Unión europea es así un paraíso de seres lindos y atemorizados por la mordedura de las serpientes africanas, una manada de alimañas que llegan aquí en pateras con el propósito de comernos vivos a los europeos, que tanto favores les hemos hecho y con tanto amor las hemos tratado desde los orígenes del tiempo.

"¡Niño, no toques el bicho negro que hay en el suelo!", les dicen las pulcras madres europeas a sus hijos preciosos cuando van al supermercado. "¡Mamá, parece un hombre!", les responden las criaturas a sus madres sin saber todavía que con el paso de los años algunos seres humanos, especialmente si tienen la piel oscura, terminan siendo serpientes que es preciso echar del jardín. "¿Puedo darle un escarabajo al negro, mamá? Es que tiene cara de hambre". "¡Niño, que te va a morder! Anda, dale 25 pesetas al señor vagabundo, al alemán rubio que pide limosna en la puerta de la iglesia".

Cuando el niño llega al colegio, su maestro le explica que los primeros hombres vinieron desde África hasta Atapuerca y que quizás fueron tan oscuros como ese bicho que dormitaba en la puerta del supermercado. Nadie le cuenta, sin embargo, por qué el bicho acurrucado sigue siendo negro y él es un niño blanco del sur de Europa. Nadie le cuenta tampoco por qué los bichos oscuros trabajan siempre bajo los plásticos de los invernaderos, mientras los hombres blancos de Europa toman café en la terraza del bar y ven los atardeceres de esta mitad de mayo y fuman junto al mar leyendo unos versos de Rilke.

El paraíso de opereta chusca que llamamos Europa consiste en distinguir qué bichos pueden morderte y cuáles sólo te pedirán limosna. Los primeros tienen la piel oscura -incluso negra- y están trabajando bajo los invernaderos de plástico de Lepe y El Ejido; los segundos son rubios que llevan collares de plástico anaranjado en el cuello y llegaron con el sol de mediados de mayo y se limitan a extender una mano para pedirte 25 pesetas.

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Antes, cuando yo era un niño, las cabezas de los bichos oscuros y negros de África estaban en la mesa del maestro y tenían una ranura en la coronilla para que les echásemos limosnas. Ahora están aquí, tendidos en la puerta del supermercado. Y, cuando terminan las lluvias de mayo, les disputan las frutas de los árboles a los caracoles y a los vagabundos rubios que llegaron desde el norte de Europa.

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