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El sentido actual del ideal europeísta.

Joaquín Almunia

Cada vez que se reúne el Consejo Europeo, los 15 jefes de Gobierno despliegan gran actividad, discuten durante muchas horas seguidas, abordan asuntos de indudable interés y elaboran resoluciones en las que se fijan objetivos ambiciosos. Desde la puesta en marcha del euro y del BCE hasta hoy, las sucesivas cumbres han aprobado la "Agenda 2000", impulsado el "tercer pilar" sobre seguridad y justicia o aportado nuevos e importantes bríos a la política exterior y de seguridad, con Javier Solana al frente. Además, han descubierto la funcionalidad del método diseñado para la convergencia nominal, y los sucesivos Consejos, desde Luxemburgo a Lisboa pasando por Cardiff o Colonia, han acordado aplicarlo a nuevos campos de actuación: las políticas de empleo, las reformas estructurales o la liberalización y el desarrollo de las telecomunicaciones.Mucha actividad, muchos asuntos sobre la mesa, muchos buenos propósitos..., pero con resultados concretos más modestos de lo que parece a primera vista. Y lo que es aún más preocupante, con una falta notoria de estrategia. Pasaron bastante inadvertidas, al menos en España, unas declaraciones de Jacques Delors (Le Monde, 19 de enero de 2000), muy críticas con la evolución de los acontecimientos. Delors ponía el dedo en la llaga al señalar la contradicción entre una Unión Europea que ha decidido ampliarse hasta casi duplicar el número de sus miembros, y el proyecto de quienes ambicionan una Europa con entidad política, compuesta por naciones que quieren jugar un papel común en la historia. Para el ex presidente de la Comisión, tal contradicción se deriva de la confusión entre un enfoque geopolítico de la idea europea y un enfoque estrictamente político.

Según el primero, que prevalece entre los defensores a ultranza de la ampliación, es urgente dar una cobertura de seguridad a los países europeos del antiguo bloque comunista, incluso sin una definición previa de la arquitectura institucional que debe acogerlos. Quienes sostienen esta visión están dispuestos -algunos lo desean- a pagar un precio muy alto: la Unión Europea resultante tendería a diluir su peso específico a medida que su heterogeneidad aumentase, y en el límite se vería reducida una simple zona de libre cambio completada por un mercado interior sin fronteras y algunos mecanismos intergubernamentales de seguridad y cooperación. El sueño de los euroescépticos se habría hecho realidad, 50 años después del "no" británico al Mercado Común.

Por el contrario, para quienes no han -no hemos- renunciado a un proyecto europeo dotado de contenido político, la ampliación es también una tarea imprescindible, pero antes de culminarla hay que tomar decisiones estratégicas de gran calado. Abrir las puertas de la Unión sin analizar antes todas las repercusiones que de ello se infieren, supondría cerrar la posibilidad de lograr otros objetivos irrenunciables. De ahí la necesidad de abordar sin dilación cómo impulsar una integración más profunda, acomodando las fechas de ingreso de los nuevos países al diseño previo de las reformas que necesita la Unión para acogerles sin perder su identidad ni arriesgar su eficacia.

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¿Para qué necesitamos más Europa? ¿Cuál es, a estas alturas, el sentido de mantener el ideal europeísta? La paz en el continente, origen del sueño de los padres fundadores hace 60 años, ya es un logro consolidado, al menos en el interior de las fronteras de la Unión, como lo son la moneda única y el mercado interior. Los motores que alimentaron en el pasado la adhesión de la opinión pública al proyecto europeo ya no despliegan la misma potencia. Es más, se ha denunciado tantas veces a Bruselas como culpable de decisiones impopulares de los Gobiernos nacionales y como causante de la impotencia de éstos, que la imagen deteriorada de la burocracia comunitaria puede acabar pesando más que las razones de fondo que avalan el proceso de integración. Ya hay síntomas preocupantes: la gente vota poco en las elecciones europeas y recela de cualquier atisbo federalista.

Ojalá que esos nubarrones no desemboquen en tormenta, y que una vez más la crisis sea el preludio de una solución que impulse la construcción europea. Sería una gran paradoja que el aliento europeísta desfalleciese cuando es patente la mundialización de los problemas y de los desafíos, que arrastra a su vez la crisis en los cometidos tradicionales del Estado-nación. Cuando en otras áreas del planeta la supranacionalidad aspira a constituirse en una respuesta eficaz ante la globalización, sería casi un sarcasmo que en Europa las decisiones importantes se renacionalicen. Razones muy poderosas indican que a los europeos nos conviene seguir enfocando en común nuestro futuro, aunque por motivos diferentes a las de hace medio siglo. ¿Qué queremos y podemos hacer juntos? Dice Delors que ésas son las preguntas principales, que pocos se atreven hoy por hoy a responder. ¿Tan difícil es convencer a nuestras respectivas opiniones públicas de que nos interesa avanzar aún más en la coordinación de las políticas económicas, unificar la política de defensa, progresar en los terrenos de una acción exterior común y construir un espacio de seguridad en el sentido más amplio posible? ¿Qué impide a las instituciones europeas los mismos valores y requisitos democráticos que defendemos a escala nacional? Pero junto a esas razones poderosas se plantean dificultades reales, al menos en tres planos: en el método, en el modelo y en el liderazgo.

El método intergubernamental se está extendiendo en estos años: avanza en la PESC o en asuntos del "tercer pilar", porque así está establecido en el Tratado de la Unión, pero también lo hace en muchos de los procesos de convergencia diseñados por los recientes Consejos Europeos. En consecuencia, el método comunitario retrocede, y el papel de la Comisión y del Parlamento Europeo sufren con ello. La crisis de la Comisión Prodi a los pocos meses de su toma de posesión, o los recientes conflictos Comisión-Parlamento, son síntomas de los desajustes que se están produciendo en el entramado institucional de la Unión Europea. El Consejo, poco controlado en estas materias por el Parlamento Europeo y por los Parlamentos nacionales, ha cobrado un protagonismo excesivo.

Pero aún es más preocupante el hecho de que las decisiones que no pueden consensuarse son, en ese esquema, casi imposibles de adoptar. Lo intergubernamental lleva de forma inexorable a la regla de la unanimidad, y ésta puede causar la parásilis en la Unión que se dibuja después de la ampliación.

El modelo de la Europa a "seis" -su "arquitectura institucional"- siguió siendo válido con las primeras ampliaciones, pero ya hoy, a "quince", tiene dificultades mayores para recoger toda la pluralidad de la Unión. Se necesita tanta más flexibilidad cuanto mayor es el número de miembros y mayor heterogeneidad existe entre ellos. Para que avancen más los países que quieran hacerlo, habrá que eliminar la unanimidad que se requiere para la "cooperación reforzada", cosa que puede hacer la actual Conferencia intergubernamental. A los que no deseen profundizar en sus compromisos, nadie puede obligarles a compartir más soberanía en contra de su voluntad; pero precisamente ellos no deben tener en su mano la posibilidad de frenar a los más ambiciosos. Ante el escenario que se avecina, con una Unión de casi treinta miembros, es establecimiento de diferentes velocidades en la integración, de una "geometría variable", parece ser la mejor solución. Con una condición: que quienes han decidido dar un paso hacia delante no puedan impedir que otros se incorporen si así lo desean, siempre que cumplan los requisitos establecidos para ello.

En cuanto al liderazgo, la realidad es que, en estos años cruciales, no se sabe quién lo ejerce. Falta capacidad -¿o voluntad?- para insertar las iniciativas que se toman en un marco político claro y viable. Y ello pese a que son socialdemócratas los que lideran los Gobiernos de los principales países de la Unión y ocupan 11 de las 15 sillas del Consejo. ¿Por qué una hegemonía política tan acusada no puede plasmarse en una estrategia capaz de superar o al menos mitigar las peculiaridades de las respectivas posiciones nacionales? Reconozco no tener una repuesta convincente, aunque me gustaría decir lo contrario. Puede entenderse que Blair sea cuidadoso ante la opinión pública al plantear sus ideas sobre Europa, pero su discurso no puede ser el que lidere a los demás para definir la estrategia europea de todos sus colegas. Por otra parte, el eje París-Bonn no funciona, pese a que el frente de sus dos Gobiernos se encuentran dos socialdemócratas. ¿A qué se debe esa inhibición de los dos países que han sido siempre el motor de la integración europea?

El futuro de la construcción europea depende, en buena medida, de las respuestas que se ofrezcan a esos tres niveles, empezando por lógica desde el más político de ellos: el liderazgo. ¿Quién puede asumirlo? Por el momento, ésa es una pregunta sin respuesta. Pero la realidad es tozuda, y la dimensión supranacional de muchos de los retos que debemos afrontar hace imposible seguir actuando como si nada. Alguien tendrá que decir con claridad a los ciudadanos europeos que la globalización tiene, entre otras muchas cosas, una indudable dimensión política. Y que, puestas así las cosas, Europa vuelve a ser la mejor solución.

Joaquín Almunia es diputado del PSOE.

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