Cincuenta años después: ¿Europa sin Europa?
La Declaración Schuman, germen de la Unión Europea,cumple medio siglo en medio de una fuerte crisis de confianza
"Los padres fundadores crearon la Unión Europea para evitar la guerra", recordaba hace poco Javier Solana. "Fueron unos genios y consiguieron sus objetivos: hoy Alemania, Francia, Inglaterra, España, Italia es inconcebible que lleguen a resolver sus problemas por la violencia. Hoy, esa nueva generación de europeos tiene que consolidar una Europa con un peso fundamental en la economía globalizada mundial. Ése es nuestro desafío y nuestro reto", concluía el siempre optimista Alto Representante de Política Exterior y Seguridad Común de la Unión Europea.
Pero Europa parece varada, a punto de morir de éxito. Cincuenta años después de la declaración de Robert Schumann, germen del movimiento integracionista europeo, la UE vive en la paradoja. Ha espantado el fantasma de la guerra; ha creado un mercado interior de 300 millones de consumidores; lo ha coronado con el euro, la moneda que quizá algún día -por lejano que hoy parezca- suavice la supremacía del dólar; ha lanzado la ampliación al Este y, por primera vez, parece afrontar en serio una de sus grandes carencias: una defensa común que le permita marcar distancias frente a su gran aliado pero rival cultural, económico y en el fondo político, Estados Unidos.
Pero todos esos símbolos no pueden ocultar que la integración europea vive una crisis de fe, no rezuma entusiasmo, le falta confianza. Nunca como ahora los europeos han vivido con tanta distancia un proceso profundamente político que se analiza cada vez más desde la óptica de la eficiencia económica y administrativa.
"La integración nació entre seis países que representaban todos los equilibrios. Tres grandes (Alemania, Francia, Italia) y tres pequeños (Bélgica, Holanda, Luxemburgo). Cualquier desacuerdo podía solucionarse en un simple desayuno entre ministros", gusta recordar Emilio Caruso, un siciliano plenamente integrado en Bruselas, varios decenios ya trabajando en el servicio del portavoz de la Comisión. En los tiempos de los fundadores era fácil encontrar un compromiso, contentar a todos, vivir en perenne consenso. Ese equilibrio ahora está roto. La Unión está dividida en tres bloques: los seis ricos fundadores, los países de la cohesión (España, Portugal, Irlanda y Grecia) y un polo euroescéptico (Reino Unido, Dinamarca, Suecia, Austria y, en menor medida, Finlandia). Una nueva estructura en la que los tradicionales motores se ven frenados tanto por el escaso ardor europeísta del norte como por el, demasiadas veces, excesivo materialismo del sur.
No es ése el único cambio de los últimos años. La caída del muro de Berlín alteró los objetivos fundacionales (ya no hay que evitar la guerra o parar al comunismo, ahora hay que integrar a los antiguos satélites de la URSS) y rompió el equilibrio del núcleo duro al propiciar la unificación de Alemania, convirtiendo a ese país en la primera potencia no sólo económica (ya lo era) sino demográfica (superando a Francia) de Europa.
Alemania ha sido, junto a Francia, el motor de la construcción europea. Pero ese motor funciona al ralentí. La unificación, los esfuerzos para crear el euro y la globalización pusieron al descubierto la obsolescencia de la economía germana. Esa crisis cristalizó en Alemania en un mensaje terrible: la culpa de muchas penurias la tenía Europa. "Alemania paga demasiado", se quejaba el poderoso ministro de Finanzas de la época, Theo Waigel. El canciller Helmuth Kohl se contagió y exigió una corrección de la aportación alemana que sus miopes socios, con Francia y España a la cabeza, le negaron a él y a su sucesor, Gerhard Schröder. El presupuesto europeo acabó pagando los platos rotos. El acuerdo financiero de Berlín, la Agenda 2000, ha supuesto un doloroso cambio de tendencia entre la generosidad de los años noventa y la cicatería que dominará el futuro. Un cambio de importancia capital.
La construcción europea es ahora una carga financiera para los mismos que antes veían en ella un símbolo del vigor de Europa, de su compromiso por la paz, de su alternativa social. Cada peseta destinada a Bruselas es analizada con lupa. La Comisión Europea se ha convertido en el principal rehén de ese nuevo puritanismo contable, tan anglosajón, que llevó al infierno a la Comisión Santer y mantiene en el purgatorio a la Comisión Prodi.
La ampliación a Europa del Este es el segundo pagano de las vacas flacas. Enfriados ya los entusiastas cánticos de bienvenida de 1989, la ampliación ya no es sólo un deber moral y político, es también un problema contable e institucional. Los europeos se debaten entre el deseo de acoger a quienes durante medio siglo han sufrido las imposiciones de la Unión Soviética y el pánico de asumir las cargas cotidianas de ese gesto.
Nadie niega a los candidatos su derecho a formar parte de Europa, pero algunos se preguntan si su integración a la vieja usanza es la mejor medicina para los problemas de todos. Y resucitan las doctrinas de la Europa a dos velocidades, de los núcleos duros. Pero ya no en torno a los fundadores, sino a los países del euro, el nuevo centro de gravedad natural de la Unión. Porque si una Europa a quince apenas se puede gobernar, una Unión con 27 socios sería un caos con las actuales reglas. ¿Qué gana Europa dando a Malta el derecho de veto? ¿Cómo se va a mantener el sistema de presidencias semestrales? ¿Qué Consejo de Ministros puede funcionar si han de tomar la palabra 27 países? ¿Qué sentido tiene que haya una treintena de comisarios?
Algunos diplomáticos trabajan con la idea de eliminar el derecho de veto salvo en temas sagrados: fiscalidad, nombramientos como el del presidente de la Comisión. "El talante de una negociación es completamente distinto cuando se trata de una materia que se decide por mayoría cualificada o si hay derecho de veto", sostenía hace poco en privado un diplomático alemán. Sin veto, todos los Estados buscan un acuerdo equilibrado, en el que ni ganan todo ni pierden todo, porque el principal objetivo es no quedarse en minoría. Con veto, la negociación está viciada de entrada porque la posibilidad de vetar incita a buscar el mejor acuerdo para uno, no el mejor acuerdo para todos. Solución: "Eliminar el derecho de veto y acudir al Consejo Europeo cuando alguien lo invoque políticamente". Es decir, convertir el veto en un recurso político para casos extremos.
La obsesión por la eficacia, por el rendimiento, ha llegado también al terreno de la lengua. El francés, el idioma comunitario desde siempre, está siendo sustituido de forma vertiginosa por el inglés, la menos europeísta de las lenguas. Es un símbolo. Europa es cada vez más británica. Tony Blair ha tenido la habilidad inmensa de vestirse de europeísta, de sustituir el reniego de Margaret Thatchter por la flauta de Hamelin.
No reniega del euro, pero se integrará en él cuando al Reino Unido le convenga. Defiende la nueva Defensa europea, pero quizá para asegurarse de que ésta no se volverá jamás (¡jamás!) contra el amigo americano. Apoya la ampliación, pero sin pagar ni una sola peseta más. Abraza la política de la cohesión para que beneficie a los parados urbanos de las islas. No duda en bloquear un acuerdo histórico sobre fiscalidad del ahorro para defender intereses muy poco escrupulosos de la City. Y no vacila en representar a Washington bajo cuerda forzando entre bastidores la renuncia de Cuba a ingresar en Lomé. Tony Blair está logrando el milagro de llevar al Consejo Europeo a su molino. Sobre todo a su molino económico. En apenas dos años ha conseguido que los Quince entierren el discurso social de los viejos Oskar Lafontaine y Dominique Strauss-Kahn, ministros de Finanzas de Alemania y Francia y abracen con entusiasmo y ardor los embelesos de la nueva economía.
El Reino Unido se aprovecha de la debilidad alemana, pero también del despiste francés. Lionel Jospin más parece un discreto euroescéptico que un ardiente partidario de las ventajas de la Unión. Francia se debate entre la necesidad de no perder el tren de la economía global y su añoranza del viejo modelo de la Europa social, del papel del sector público en la economía.
Italia sigue desaparecida en combate: la purga del sistema ha hecho añicos la influencia de Roma en Bruselas. Y España apenas cuenta. Enterrado Felipe González en el mausoleo de su generación (Kohl, Mitterand, Andreotti...) el primer Gobierno de José María Aznar se puso como listón los logros socialistas y decidió juzgar Europa en términos de saldo neto, confirmando así la creencia de que los españoles miden su entusiasmo por la UE en miles de millones de euros de beneficio presupuestario. Quizá en la segunda legislatura, con mayoría absoluta en el Congreso y un ministro de Exteriores a tiempo completo -si los jueces no lo impiden- José María Aznar tendrá la influencia que le corresponde al único primer ministro importante de la derecha europea, junto al prestigioso -pero luxemburgués- Jean Claude Juncker.
La discreta talla política del actual Consejo Europeo no se compensa desde las otras instituciones. El italiano Romano Prodi no sólo no ha enterrado a Jacques Delors sino que en apenas unos meses ha conseguido que se añore a Jacques Santer.
El Parlamento Europeo tampoco ayuda mucho. La inmadurez política de la cámara parece ya un mal crónico y el ala más euroescéptica del hemiciclo ha aprendido a sacar provecho de su poder. El Parlamento se ha convertido en una cámara de la oposición. Empieza a ser una tradición que los (¡pocos!) electores den el triunfo a los partidos de la oposición, una prueba de la poca seriedad que otorgan a estas elecciones. En el Parlamento hay cada vez más diputados dispuestos a ningunear a los Gobiernos del Consejo Europeo, británicos y alemanes a la cabeza.
El desánimo europeísta de los ciudadanos crece. Lo advierten las encuestas; lo subrayan los símbolos, como la llegada de la extrema derecha austriaca al Gobierno de Viena. Pero sin el valor añadido de la integración, Europa no podrá competir con los demás bloques en el siglo XXI. Aumentará la distancia económica y de predominio político, ideológico y cultural de Estados Unidos. Se verá superada, más pronto que tarde, por la pujanza comercial de China. Una Europa sin Europa no tendrá la más mínima influencia política en el mundo.
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