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Estar por la 'labour'.

El primer ministro británico, Tony Blair, ha sufrido su primera derrota electoral de alguna importancia con la pérdida de unos 500 escaños en las recientes elecciones municipales, pero, sobre todo, con la victoria de su némesis, Ken Livingstone, que, rechazado por los manejos del propio Blair como candidato oficial laborista, se había presentado en calidad de independiente para dirigir la poderosa y nueva alcaldía de LondresEl índice de popularidad de Blair, que había llegado a planear en torno al 70%, se mantiene, sin embargo, cerca de un saludable 50%; el número de concejales perdidos es relativamente alto, pero los partidos en el poder siempre retroceden en las consultas de medio mandato, donde, además, baja la afluencia al voto y sus resultados son, por ello, poco extrapolables; y, finalmente, a pesar de que el líder tory, William Hague, ha prorrumpido en alaridos de volvemos ante su sucinta y nueva fortuna electoral, sigue decenas de dígitos de popularidad por debajo del laborista, y nadie duda de que si hoy se celebraran elecciones a Westminster, Blair volvería a ganar, aunque no con los 167 escaños de mayoría que obtuvo en mayo de 1997.

Francamente, como desastre resulta de lo más manejable. Y, pese a ello, la victoria de Livingstone constituye toda una advertencia.

Lo elemental sería decir aquí que el viejo laborismo, presuntamente de izquierdas, comienza a rebrotar y reclama su libra de carne a Blair-Shylock, poniendo en peligro la famosa tercera vía del primer ministro. En consecuencia, hay voces que le conminan a aclarar en qué consiste ese nuevo laborismo, más allá de los habituales encantamientos sobre la iniciativa privada, y declamaciones en torno a la informática tan propios del premier británico.

Nada de eso, sin embargo, es evidente. El viejo labour ya demostró lo incapaz que era de ganar elecciones durante los 18 años anteriores de gobierno conservador, y el paso del tiempo no le ha hecho más sabio, sino más gruñón. A mayor abundamiento, el primer ministro, si no ha cumplido todo lo prometido, puesto que su nueva sociedad sigue siendo tan desigualitaria como la anterior, se ha movido con inteligencia y destreza: ha dotado de parlamentos a Escocia y Gales; ha comenzado el remate de la cataléptica Cámara de los Lores; tiene al alcance de la mano la paz en Irlanda del Norte, y está gastando más en educación que ningún Gobierno anterior que se recuerde. En último término, el propio Livingstone puede ser, si le place, un genuino representante del laborismo histórico o del budismo zen, pero, básicamente, es un populista, eso sí, antiguo, ocurrente, natural, verdadero reposo y distracción para el votante, pero no el futuro renovador de nada.

El cansancio que, quizá, experimenta una parte de la opinión podría tener más que ver con la cosmética que con la política, caso de que no sea todo lo mismo. El entusiasmo gazmoño de Blair, el fervor con el que predica su nueva sociedad, la virtual invocación de que él es el siglo XXI en persona, aunque sean sentimientos probablemente sinceros, constituyen también una representación de difícil sostenimiento; demasiados bises, entradas y salidas de escena, interminable e indescifrable coquetería sobre si quiere jugar la carta europea o sólo epatar al continente como vendedor de una nueva Britannia inc. Y, aunque Blair sea capaz de mantener el tipo, incluso en su nuevo papel de padre madurito en que se va a convertir dentro de poco, el público puede sentirse ya algo extenuado del guión de esta nueva comedia de costumbres.

El líder laborista, con su equipo de spin doctors -spin, el efecto que coge la bola en ciertos deportes-, que podría traducirse como hechiceros de la imagen, es tan TOTAL que puede hacer añorar a un público avezado el rabillo escéptico del ojo de Harold Wilson, la zafia cólera que casi humanizaba a Thatcher, la reserva jovial de MacMillan, o hasta el tedio laborioso de John Major. Por ello, en vez de tratar de explicar la tercera vía, lo que no es fácil porque la tercera vía es su propio espectáculo, Blair podría conformarse con reconocer que lo que está haciendo es tratar de gobernar eficazmente a su país desde un centro-derecha compasivo, pero sin pretender dar su nombre al futuro.

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