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Quién me ha robado el mes de abril

Joaquín Estefanía

El pasado mes de abril ha sido nefasto para los inversores en las bolsas de valores, sobre todo para aquellos que apostaron por las acciones tecnológicas. En ese periodo, la volatilidad de los mercados creció y tendieron a la baja: un día los accionistas pasaban de los valores de la nueva economía a los de la vieja economía; el siguiente ocurría lo contrario. El péndulo iba de uno a otro extremo, lo que generaba grados desconocidos en la inseguridad de los inversores, acostumbrados casi siempre a ganar.Desde esos días, algo psicológico ha cambiado y los inversores comienzan a discriminar unas empresas de otras, aunque todas pertenezcan al planeta Internet. En este sentido, la severa corrección, la exuberancia irracional ha servido para hacer a los mercados más maduros. Vuelve a tener sentido el concepto del beneficio. Las acciones tecnológicas parecían, antes del varapalo, escapar a cualquier entendimiento del sentido común y alcanzaban precios estratosféricos independientemente de la solvencia de las compañías a las que representaban; muchos de los precios de las acciones no reflejaban en absoluto la capacidad real de las empresas de generar beneficios e ingresos.

Los expertos, el propio presidente de la Reserva Federal o el gobernador del Banco de España advertían de que había que preocuparse por algunas valoraciones bursátiles. Ni caso: se había ganado tanto dinero, que muchos pequeños ahorradores invertían todo su dinero en cualquier compañía que llevase el apellido de ".com" con la esperanza de poder vender las acciones muchísimo más caras apenas unas semanas más tarde. La especulación, la burbuja, estaba tan extendida que cualquier llamada a la prudencia era atribuida a los agoreros. Como ha afirmado alguien, las ideas, por muy abstractas que fueran, se valoraban tanto, que el capital riesgo acudía a proyectos que ni siquiera tenían plan de negocios, ya que las empresas tecnológicas evolucionaban tan rápidamente que no tenían ni tiempo para elaborarlos.

Eso es lo que ha variado en apenas unas semanas. Antes, los beneficios no contaban; lo importante era apropiarse de un nicho en Internet, de hacerse con un trozo del mercado. Lo peculiar era el fenómeno de empresas sin beneficios, ni posibilidades de tenerlos, con una elevadísima capitalización bursátil. Ahora se discrimina entre empresas buenas y empresas menos buenas. Se ha acabado la era de las promesas futuras; es hora de los resultados.

Los mercados de financiación han comenzado a resentirse: disminuyen las posibilidades de que el capital riesgo acuda con tanta alegría como antes a proporcionar capital a quien no convenza de su rentabilidad. A veces, las sociedades de capital riesgo estaban prestando dinero para crear empresas que eran aventuras sin ninguna capacidad para sobrevivir a medio plazo, siempre relacionadas con Internet. El PER, la valoración de una empresa (compara la capitalización bursátil con los beneficios anuales), vuelve a tener significado en Bolsa. Es en ese sentido en el que hay un antes y un después de abril. Si no hay un desplome posterior indiscriminado, la purga ocurrida ese mes habrá sido buena para el sistema, aunque no para los pequeños inversores, que han perdido mucho dinero y que en algunos casos no sabían ni a qué se dedicaban las empresas en las que ponían el dinero.

No hay nada nuevo bajo el sol. Galbraith ha demostrado que la euforia conduce a la aberración mental extrema. Los desastres se olvidan rápidamente; cuando vuelven a darse las mismas circunstancias u otras muy parecidas, a veces con pocos años de diferencia, aquéllas son saludadas por una nueva generación, a menudo plena de juventud y siempre con una enorme confianza en sí misma, como un descubrimiento innovador en el sistema financiero. Debe haber pocos ámbitos de la actividad humana, dice el economista norteamericano, en los que la historia cuente tan poco como en el bursátil. La experiencia pasada, en la medida en que forma parte de la memoria, es relegada a la condición de refugio de quienes carecen de la visión necesaria para apreciar las increíbles maravillas del presente.

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