LA CASA POR LA VENTANA La vuelta de Durandarte JULIO A. MÁÑEZ
Comprendo que el pintor José Sanleón haya salido escocido de su intento de colocar su única escultura en el vestíbulo exterior del IVAM, en una jugada chusca y algo oscura que el artista protagonizó oblicuamente tanto si conocía los detalles de la trama como si cayó en la trampa ingenuamente. Ahora bien, me parece algo exagerado que por afirmar cosas de ese tipo yo me convierta sin más para este chico en "un profesional de la calumnia", como manifestó en una reciente entrevista, y me parece que ese tremebundo calificativo podría cumplir más a quien lo formula que a su destinatario. También intuí desde el primer momento de ese asunto -y ahora se va viendo con cuánto olfato- que la trampa que le tendían a Juan Manuel Bonet tenía esa perversidad blasquista que carece de toda salida razonable, porque si el interesado se defiende se le tacha de histérico irresponsable y a otra cosa, y si no lo hace queda por pusilánime y también está perdido. Que la batalla sigue -y los que se prestaron a ella en su origen podrían reflexionar sobre la cutre astucia de unas argucias impulsadas al servicio de objetivos poco transparentes- lo muestra el hecho de que los protagonistas de la conjura han hecho creer a Kosme de Barañano que Bonet hace meses que desea dejar la dirección del IVAM para que se preste a aceptar su candidatura como sustituto. Algo que podría detener de un telefonazo Eduardo Zaplana si tuviera algún interés en enterarse de lo que ocurre en la comunidad que gobierna. El de Sanleón, y tantos otros en este turbio asunto, no es el único caso de reacción desproporcionada a comentarios más o menos jocosos pero tan lejos del propósito calumniador como de las ciénagas de la mala fe, tan concurridas por otros. Cuando se me ocurrió sugerir que a Alfons Cervera, quien está persuadido de ser más bueno que el pan, no se sabe bien por qué extravío de la razón, le gustaba más presentar libros que a un tonto un botijo, se descolgó diciendo atrocidades sobre mi persona, entre las que no faltaba, como es lógico, la apelación al componente envidioso de mi carácter. Era demasiado fácil responder que de ser cierta mi propensión a la envidia jamás se me ocurriría desperdiciarla en un personaje de características tan poco envidiables. La lista es interminable, y desalentadora. Para uno de los escribidores de la directora general de Autopromoción Cultural, en un agudo alarde de ingenio, yo adolecería de una "prosa tartamuda", observación educada de fino estilista por cuenta ajena que podría haber redondeado de haberse informado de que a veces también tengo caspa. Se me ocurre decir en otra ocasión que algunos ponentes de un congreso universitario sobre teatro independiente valenciano magnificaban una experiencia que distó mucho de ser tan estimulante, y allá que va Rodolf Sirera en compañía de otros a montarle el pollo a mi jefe en este periódico por ver si me pone de patitas en la calle, en un valiente ramalazo de defensa de las libertades democráticas, recurren luego al Defensor del Lector y no llegaron al tribunal de La Haya porque debieron pensar que allí, casi lo mismo que aquí, no les conoce nadie. Sugiero que Joan Alvarez navega por el fabuloso mundo del cine bajo bandera de conveniencia, y entre otros insultos me atribuye una "miseria moral" que basta para certificar la escasa afición de este hombre por contemplarse ante el espejo. Digo que con cierta publicación fluvial ya ni siquiera están de acuerdo todos los Vergara, y ahí es Troya. Frustrado como escritor, yo atacaría a los escritores, y lo mismo con los guionistas, los periodistas, los médicos, las señoras de la limpieza, los toreros, los futbolistas en general y doña Concha Piquer en particular. Desenmascarado al fin con tanta perspicacia, no me queda más remedio que confesar que si abomino de la política de Zaplana es porque nada ambiciono más y con mayor justicia a mi modo de ver que ocupar su sitio, y que si no me extasio con Julio Iglesias es debido a la lógica frustración que me produce no disponer de una vivienda como la suya en Miami, además de admitir de buen grado que el peinado de Mayrén Beneyto despierta en mi esa clase de envidia irrefrenable que me lleva, naturalmente y sin justificación alguna, a poner en duda la seriedad de su gestión musiquera. Siempre me ha sorprendido que alguien tenga una excelente opinión de sí mismo una vez cumplidos los diez años, y es curioso que argumentos como los mencionados los utilicen sin vergüenza personajes públicos que no dudan en adscribirse genéricamente a una posición de izquierda más o menos difusa, aunque bastante estrepitosa y, por qué no decirlo, algo rústica en algunos de ellos. Tengo para mi que el fracaso de una izquierda digna en este país se vincula con la actitud susceptible de abrigar esos y otros despropósitos, a los que no cabe tomar como extravío ocasional de una conducta que sería irreprochable fuera de esos arrebatos de injuria. Por eso decía antes que merecer esos aplausos invertidos resulta más desalentador que otra cosa, y no sólo a título personal.
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